El puño del artista


El puño del artista 

 Óscar Sánchez.

                                                                                                                     

En 1937, Marc Chagall pinta el cuadro titulado La Revolución, una de sus obras menos populares. En la tela podemos contemplar una sencilla composición dividida en dos partes claramente diferenciadas que, no obstante, resultan, en su conjunción, ligeramente chocantes: en el lado izquierdo, en efecto, está representada una mesa de reuniones con toda la augusta corte del comité central ruso presidido por Lenin, pero representada en una ya no tan augusta disposición dinámica, puesto que el pintor los muestra aparentemente consternados e increpando a las figuras que invaden el lado derecho de la tela, poblada ésta por una pléyade de aquellas criaturas aladas o volatineras que han hecho célebre al artista judío de origen ruso. Más tarde también Salvador Dalí colocaría en una obra suya efigies de Lenin levitando misteriosamente sobre las teclas de un piano, y por eso apuntábamos antes que la pintura de Chagall resulta desde luego chocante, pero sólo “ligeramente”, habida cuenta de que para entonces la alianza del surrealismo con un pretendido marxismo-leninismo (ciertamente “snob” en muchos casos, podríamos decir), era ya algo efectivo e incluso bastante agotado ya, una unión monstruosa que únicamente Picasso mantenía en alguna medida todavía viva. Chagall, en cambio, rehusó a menudo contarse entre los conjurados del movimiento filosófico-estético surrealista, pues se empecinaba en pensar que su propio arte, por onírico o sobrenatural que pudiera parecer a simple vista, conservaba siempre un anclaje sólido en lo real natural (dicho con otras palabras: en esa lana pesada, prosaica e inferior que, según los postulados de esta divina corriente, se empeña en subsistir bajo lo «suprarreal»). En su caso, caben pocas dudas de que abrazara otras causas ideales complicadas en la urdimbre de su estilo: da la impresión de que su pintura es pintura que sólo pudo ser pintura, sin segundas intenciones. Chagall, como ha sido aludido, era un ruso judío, y, como es sabido, la tradición judía proscribe el uso litúrgico de las imágenes por considerarlas nefanda idolatría. Esto es así porque, según parece, al trasfondo de las imágenes creen que existe una «magia» singular y maléfica que las hace en cierto modo peligrosas (Chimie es el término hebraico intraducible que emplean), y quizá ésta sea una razón más que suficiente de arrobo como para que alguien de este credo como Chagall se pusiese a pintar: se trataría nada menos que de descorrer el velo de las visiones.

Sea como fuere, tanto Piet Mondrian como Vladimir Tatlin o Wassily Kandinsky fueron también artistas de origen ruso a los que la seducción de París -o cualquiera otra capital de la vanguardia europea-, robó a la nación más extensa del globo. Muchos de ellos, como los mismos Chagall o Kandinsky, regresaron más adelante con genuina ilusión a la Gran Madre Patria en el momento en que  se consolidaban las conquistas de la revolución de octubre, y una vez allí, a poco de poner pie en suelo natal, obtuvieron rápidamente puestos relevantes en academias de arte, centros pedagógicos u otros altos cargos de responsabilidad cultural. Sin embargo, algunos -seguimos pensando en concreto en Chagall-, no tardaron mucho en cansarse y pocos años después ya podía vérseles emigrando de nuevo a Europa occidental, probablemente por falta de incentivos reales en concepto de reconocimiento público y tal vez por falta también de un contacto inmediato con las novedades artísticas foráneas dignas de ser asimiladas; añorarían, en definitiva, esta clase distinta de prebendas a los que no se podía fácilmente acceder en la nueva situación política de su tierra. Pero, en cualquier caso, en el cuadro La Revolución, Chagall dejó registro de algo que hoy podemos intentar leer de acuerdo una de estas dos posibles interpretaciones: o bien la revolución trajo esa transformación totalizadora de la vida que deseaban los surrealistas (como se representa en la zona derecha del cuadro), o bien entró en conflicto abierto con ella, ahogándola en su nacimiento (como habría quedado reflejado característicamente en su zona «izquierda»). Lo que parece seguro es que, tanto en una tesitura como en la otra, bien pudo percibirlo desde su posición privilegiada durante esos años de regreso a casa el camarada Chagall.

 

Esta disyuntiva nos sitúa asimismo ante el interrogante de si existió algún ideario o doctrina firme de la estética en los albores de la revolución rusa y, por derivación, frente a la cuestión de si la bien trabada armazón ideológica de lo que fue progresivamente denominado marxismo-leninismo tuvo o no tuvo una parcela claramente delimitada consagrada a una «poética» o teoría del arte. Porque lo que parece unánime (según gran parte de la historiografía e incluso de acuerdo con los testimonios de los más sobresalientes de los afectados), es que durante el régimen de Josef Stalin el arte, tanto el tildado de «revisionista» como el puramente libre o vanguardista, estuvo severamente constreñido a la pautas del PCUS -con algunas pocas y notables excepciones cuyas aportaciones frisan ya el periodo apenas más aperturista de Nikita Kruschev. Este hecho indiscutible, sumado a otro no menos notorio, y que es el de que las vulgatas del arte manejadas por los expertos occidentales raras veces contienen referencia alguna a obras producidas en la unión soviética del pasado siglo, son factores lo suficientemente llamativos como para indagar qué sucedió tras la revolución con la exuberante Rusia de los Chejov, los Tolstoi o los Tchaikosvski. La pregunta se formula, a nuestro modo de ver, así: ¿fue la brillante germinación cultural del siglo XIX ruso tragada, engullida o absorbida por la barbarie de una ideología subversiva extraña -el marxismo- de raíces alemanas e inspiración anglo-francesa, o bien hay que revisar a fondo unos conceptos cuya contextura quizá este demasiado condicionada por la mentalidad politizada de los estudiosos de este lado del Volga?

Lo cierto es que no poseemos elementos de juicio suficientes para dirimir esta cuestión, pero, en cualquier caso, nada nos impide examinar qué elementos de componente marxista favorecían una forma determinada de la estética y cuales reprimían otras. Porque el problema no se lo ha llevado el viento de la historia, y las opiniones al respecto siguen pululando como polillas en primavera, como lo muestra esta afirmación a vuelapluma del filósofo francés Alan Badiou:

 

«Conocidos son los desengaños de Marx y de los marxistas en lo que concierne a la actividad artística, cuya singularidad no alcanzaron a pensar, ni a respetar su rigor inventivo”.

(en Manifiesto por la filosofía, p. 43).

 

O bien esta otra, más extensa y abarcante que la anterior, aunque en el fondo prácticamente equivalente, procedente del pequeño pero muy informativo libro La estética marxista, del también francés Henri Arvon:

           

«La estética marxista sigue siendo tanto más abierta a una aplicación total y constantemente renovada de la dialéctica cuanto que es una de las raras ramas de la doctrina marxista que no fue abrumada y sofocada bajo el peso de un dogma definitivamente establecido y sin cesar invocado por medio de un recitado casi ritual de fórmulas mágicas. El arte, sentido y concebido ya sea como un instrumento de adoctrinamiento coactivo, o como la  libre expresión de una loca esperanza revolucionaria; ya sea desde el punto de vista de la continuidad segura o la brusca ruptura, tomando sucesivamente una forma revolucionaria que hace olvidar el contenido conservador y un contenido que es más que revolucionario en tanto que la forma sigue siendo tradicional, por más que se trate de integrarlo en una consideración  global de los fenómenos sociales e históricos, planteó a Marx y sus sucesores problemas que abordaron, por cierto, pero que nunca llegaron a responder definitivamente. Prisioneros de sus gustos personales o de los imperativos de la acción política, solo llegaron, a pesar de sus esfuerzos a veces desesperados, hasta los umbrales de una estética”.

                                                                      

Y además, en cuanto que el marxismo representa también una prolongación (aunque contestataria, sin duda efectiva y fehaciente), del mismo movimiento Ilustrado europeo que dio su actual forma a los modelos económicos y políticos liberales-capitalistas, el estudio puntual de la alternativa que supuso para la determinación de la obra de arte y la actividad artística moderna no puede ser nunca una cuestión baladí, y menos aún hoy cuando su auténtico valor esta siendo puesto seriamente en tela de juicio desde las instancias de la reflexión que se aperciben de su transformación en reliquia museística cuando no en mera mercancía de lujo. El conjunto del arte -se dice-, o bien expiró entre los brazos de Pablo Picasso, James Joyce y el funcionalismo arquitectónico predominantemente norteamericano (Frank Lloyd Wright, Mies van der Rohe…), o bien esta convaleciente entre las garras de los marchantes, la diseminación del post-vanguardismo, las aguas turbias de la subcultura popular y la inyección masiva de imágenes en los medios de comunicación. Pocas dudas caben de que el arte es, en el universo capitalista actual, una oportunidad de inversión o de ocio para las clases medias y pudientes, el becerro de oro de una nueva casta de artistas-mercaderes que de este modo ascienden en la escala económico-social que les mantuvo sojuzgados o marginados antes, y, en general, una ocasión especialmente sensible para la compraventa y la plusvalía omnímoda de cualesquiera producciones reales o imaginarias en el mercado. Una situación, por consiguiente, que transciende el mero intento de recapacitar que haya podido ser en las sociedades modernas de esa vieja práctica del arte que ha acompañado la andadura del ser humano desde los tiempos en que fueron trazados los bisontes de Altamira (lo que, dicho sea de paso, corrobora tesis materialistas: lo primero que representó -embadurnando una superficie plana-, el hombre no fue al hombre, sino la comida). Y la trasciende porque la pregunta ahora sobrepasa la hermenéutica histórica, dirimiéndose en el marco de la inquisición por si existen modelos alternativos para la comprensión del arte que salven a la estética de su presente postración en  el mundo contemporáneo, el cual no sabe ya si indignarse o reírse cuando un arquitecto demente perpetra tal ampliación delirante de un venerable edificio histórico que destroza un entorno urbano, o cuando un cuadro de un genio renacentista debe exhibir para recobrar su valor y atraer algún interés una miríada de significados esotéricos que pasmarían al mismo Nostradamus.

Aquí no vamos a llegar a tanto, sencillamente porque no sabemos o no podemos. Nos limitaremos, por tanto, a exponer tan solo algunos de esos elementos que configuraron el papel que, tanto el propio Marx, como las múltiples variantes marxistas posteriores, otorgaron al arte dentro del cuadro conceptual general del materialismo histórico, que es lo que, al fin y al cabo, nos ha traído aquí. Nos centraremos en las aseveraciones de Badiou o Arvon, a ver qué hay detrás de ellas desde el punto de vista del contraste textual en relación con algo tan palpable a la vez que enigmático como la tela de Chagall, y queden reservados, pues, para mentes más preclaras, los grandes interrogantes con que nos desafía el futuro.

 1-  El Zeus de Tréveris

 “Marx fue alguien que pensó que los hombres deben comer, beber, vestirse, encontrar un techo, antes de que puedan dedicarse a la política, las ciencias, el arte, la religión o cualquier otra cosa”.

Palabras de Friedrich Engels en el sepelio de Karl Marx.

  

A Marx, curiosamente -se ha dicho-, le disgustaba un tanto el estudio de la economía (la falsedad o veracidad de este dato es algo que los editores moscovitas de sus Obras Completas deben conocer con exquisita exactitud, pues en esos volúmenes parece que están reflejadas incluso las facturas londinenes del Maestro, caso de que éstas contuviesen alguna nota suya garrapateada). Sea o no así, lo cierto es que el filosofo, periodista y acaso conspirador y cabecilla político Karl Marx no era tan fiero como sus detractores -pero sobre todo sus defensores- lo pintan, como suele ocurrir con todos los grandes hombres que han marcado para bien o para mal el paso de la historia. En su exégesis de la vida, obra y milagros de Marx, Lenin gustaba de subrayar el periodo de 1847 a 1852 (durante el cual, como se sabe, perteneció a la «Liga de los Justos»), como el periodo decisivo para la eclosión del genuino pensamiento marxista. No es extraño que Lenin enfatize -con razón- estos años de clandestinidad, puesto que su interés es señalar la maduración en Marx de aquel aspecto de su figura propiamente insurrecional, revolucionario. La lucha de clases –Klassenkampf– lleva consigo un antagonismo también de culturas –Kulturkampf-, según esta vertiente acentuadamente política de la interpretación marxista, ya que la incompatibilidad de puntos de vista de ambas clases sociales se transmite a todas las esferas de la actividad humana contemporánea. De esta manera, la cultura se presentaría como el mero espejismo de un conflicto de una envergadura mayor, y a ésta causa habría que atribuir del modo más sencillo y directo el que ni Marx ni Engels se preocuparan demasiado de ella, según el criterio de la mayor parte de los activistas desde Lenin hasta hoy.

Igualmente, es un lugar común reprochar a la herencia marxista «occidental» (según la celebre expresión que acuñó Maurice Merleau-Ponty para referirse al marxismo teórico desarrollado fuera de la Unión Soviética),  el haber olvidado sus ideales originales de una sociedad comunista libre y equitativa -«sin clases»- para centrar «tan solo» su poderoso y fértil bagaje intelectual en la confección incesante y renovada de un aparato crítico de análisis y lucha contra el mecanismo productivo de las sociedades capitalistas. No obstante -y como es también común señalar-, es posible leer en algunas páginas del padre fundador Marx un eventual diseño de las características que habría de poseer tal estado terminal de la prehistoria (inicial, por consiguiente, de la historia), y meta última de las aspiraciones revolucionarias. En esas pocas páginas –sobre todo de la Crítica al programa de Gotha– al menos una cosa es clara: el marco social que habría de implantar y plenificar la esencia y libertad humanas tras la dilatada serie de etapas históricas de la alienación del ser humano es pensado como supresión concluyente del factor que, esclarecido, ha conducido al hombre al vuelco definitivo de su esencia: se trata (de acuerdo en esto, por cierto, con las insinuaciones de Hegel en Realphilosophie), en efecto, de la organización histórica del trabajo.

Y ciertamente, es el factor trabajo en cuanto factor capital de la existencia humana el que, tras alcanzar su máximo potencial dialéctico como consecuencia de la revolución industrial, y entrar en su más profunda crisis en el interior de las condiciones socioeconómicas del capitalismo desarrollado, debiera ser racionalmente orientado en tanto abolido de la hipotética sociedad comunista. «Abolido» decimos, pues pese a lo que pudiera sugerir su formulación, no hay ninguna paradoja en este planteamiento, por cuanto el concepto de «trabajo» que la época capitalista maneja es el propio de la exteriorización enajenada (o «alienación») de las fuerzas productivas en un modo de producción histórico dado. El trabajo concebido, en cambio, desde el punto de vista de la exteriorización abierta y completa de esas mismas fuerzas productivas en un espacio social superior -por más racional y, en consecuencia, cabe esperar que más libre-, ya no sería estrictamente trabajo (es decir, ominosa maldición bíblica o inevitable explotación del hombre por el hombre), sino la expresión misma del ser-en-el-mundo propio del hombre sobre la tierra. De hecho, en estos proyectos conjeturales donde la resuelta línea científica marxista se permite un lugar para la ensoñación (bien que fría y consciente, nunca «sentimental», o por lo menos eso pretendían…), el tiempo calculado para las actividades productivas de bienes o servicios para la colectividad es ciertamente escaso en comparación con el que rige necesariamente en la lógica opresiva del capital, y además este tiempo no consume las fuerzas expresivas del individuo obturando de esa manera el manantial del que surgen las variadas pulsiones que dan sentido material a su vida. Si, para la manifestación potencial de este repertorio pulsional reservamos el nombre tradicional de «Arte», podríamos afirmar que Marx ha pensado efectivamente la «Vida como Obra de Arte», pero no la vida en general, al modo surrealista, sino más concretamente la vida social o en sociedad.

De hecho, frente a la visión de un Marx sin fisuras enteramente revolucionario y/o enteramente crítico del modo de producción capitalista se alzan los Manuscritos económico-filosóficos del 1844 publicados en la década de los ´30 del pasado siglo. Escritos con anterioridad al periodo de la «Liga de los justos», los antes desconocidos Manuscritos demuestran un denodado interés por el arte y una existencia artística. Tanto es así que, en ellos, Marx acusa -entre otras definiciones que ocupan menos espacio del libro- al fenómeno de la «alienación» de impedir «la creación de acuerdo con las leyes de la belleza”, al tiempo que bosqueja una teoría materialista de la sensación que somete a ésta a la acción y el deseo del hombre:

 «La educación de los cinco sentidos es el trabajo de todas las generaciones pasadas. El sentido sujeto a groseras necesidades solo tiene un alcance limitado. Para los hombres hambrientos no existe la forma humana de los alimentos, sino únicamente su existencia abstracta de alimentos; estos podrían también existir bajo la forma más tosca sin que pudiera decir en qué difiere esta actividad nutricia de las de los animales. El hombre angustiado, necesitado, carece de sentido para apreciar el mas bello espectáculo; el tratante de minerales ve solo el valor mercantil del mineral, pero no la belleza de su naturaleza particular; carece {tal belleza} de sentido mineralógico; por lo tanto, es necesaria la objetivación del ser humano, tanto en el aspecto teórico como en el aspecto práctico, para volver humanos los sentidos del hombre y también para crear sentido humano que corresponda a toda la riqueza del ser humano y natural”

Lo que le conduce directamente a nombrar lo que es obstruído por la alienación, enunciado en términos casi estrictamente hegelianos: 

«Es sólo por medio del despliegue objetivo de la riqueza del ser humano, que la riqueza de la materialidad subjetiva humana -un oído musical, un ojo sensible a la belleza de las formas, en una palabra; el goce humano y los sentidos humanos capaces, se vuelven sentidos que se manifiestan como fuerzas del ser humano y son desarrollados o producidos”.

Esta riqueza adquirida, original del hombre, y que constituye en los Manuscritos su bien más precioso, es socavada por la alienación capitalista hasta en las más humildes de sus manifestaciones:

 «Cuanto menos comas, bebas o leas libros, cuanto menos vayas al teatro, a bailar, a casas públicas, cuanto menos pienses, ames, teorices, cantes, pintes, etcétera, más ahorras -y mayor se hace tu tesoro, que ni las polillas ni el polvo podrán devorar -mayor es tu capital (…) Todas las pasiones y toda actividad deben así quedar sumergidas en la avaricia”.

 Idea que se repetirá más tarde con otra forma en La Teoría de la Plusvalía, donde dice: «La producción capitalista es hostil a ciertas ramas de producción espiritual, como el arte y la poesía”. Por ello, y siendo así que los Manuscritos (un documento de hecho muy valioso) se limitan a suministrarnos textos de una fecha todavía tan temprana como el año 1844, veamos a continuación si ha existido antes y después un interés sostenido de Marx por el arte, y también qué hay en todo ello de la colaboración de Friedrich Engels, cuya entrada en escena aún no ha tenido lugar.

 Los rastros que Marx fue dejando a lo largo de su obra (inclusive la correspondencia, proclamas o escritos de ocasión), de su inquietud por el arte son –como corresponde a la imagen que de su revulsiva misión nos hemos acostumbrado a tener-, comparativamente muy escasos con respecto a los tratados económicos o de cualquier otra índole polémica que pueblan sus páginas. Sin embargo, una escueta ojeada a su trayectoria intelectual muestra la precocidad de tal inquietud y como, no obstante, ésta –aunque relegada por otros intereses teóricos-, no fue definitivamente abandonada nunca. En la celebre carta enviada a su padre de 1837, en efecto, además de comunicarle su intensa lectura de Hegel, el joven Marx le pone al corriente del trabajo que esta desarrollando con la transcripción de la Historia del Arte antiguo de Johann J. Winckelmann y el Laocoonte de Gotthold Ephraim Lessing, dos gigantescas obras sobre estética cuyo peso en la ilustración alemana difícilmente puede ser exagerado. Asimismo, pocos años después, entre 1841 y 1842, redacta con el destacado componente de la “izquierda hegeliana” Bruno Bauer un Traktat -hoy desafortunadamente desaparecido- sobre arte cristiano y romántico, en forma de una dura diatriba que luego no llegaría a publicarse más que en la versión reducida de un panfleto. Mas tarde, y estimulado por un encargo de parte del director (por cierto, ex-fourierista) del diario New York Tribune para el que a la sazón se encuentra trabajando, concibe la idea de componer un libro completo sobre estética a partir de extractos sobre los volúmenes del esteta hegeliano Theodor Vischer -unido a otras fuentes enciclopédicas inglesas y francesas-, que había estado devorando ávidamente con aquel objeto. Después, Marx no encontró el momento oportuno para elaborar ese trabajo, y ni el articulo pedido por el diario ni el libro proyectado vieron finalmente la luz, más algunos biógrafos críticos conjeturan que su atención quedo fuertemente prendada en adelante por la cuestión.

Entretanto, el por entonces también joven y prometedor Friedrich Engels, que entro en relaciones con Karl Marx por el tiempo de la elaboración de los notas de los Manuscritos económico-filosóficos de este ultimo, había pertenecido al autodenominado circulo de la izquierda hegeliana Die Freien, junto con personalidades tan relevantes como Arnold Ruge o Johann Caspar Schmidt (más conocido por su seudónimo: Max Stirner). En el año 1845, el brillante Stirner publica su obra El Único y su propiedad, y es ahí donde vierte algunas opiniones sobre el carácter social del arte que iban a llamar la atención de Engels. Stirner defiende que, a diferencia del trabajo que denomina «humano» (y que puede ser organizado), el trabajo calificado como «individual» -es decir, artístico o científico- no puede de ninguna manera ser socializado. Pues…»¿Como podrían ser socializados talentos excepcionales como los de Rafael o Mozart?”, se pregunta retóricamente Stirner en esas páginas. Como resultado de ello, propugna entonces para estas actividades la coalición de una anarquista «Unión de Egoístas», dentro de la cual los individuos colaborarían voluntariamente en el marco de unas relaciones selladas por el temor y el respeto mutuo.

Pues bien: estas ideas de Stirner fueron fuertemente contestadas -en este contexto- por Marx y Engels mediante la redacción de La Ideología alemana, la cual dedica tres buenas cuartas partes de su texto a atacar el pensamiento social del anarquista alemán. «Mozart o Rafael son individualidades ciertamente excepcionales -viene a decirse en esta obra-, pero no por ello menos intercambiables: lo que no hubieran hecho ellos, ya hubiera venido a hacerlo en mayor o menor grado cualquier otro”; sentándose, de este modo, la  primera tesis de la impersonalidad del arte que tanto va a influir en los derroteros teóricos posteriores de la estética marxista. A este respecto escribe Engels -a propósito de los Egoísmos à la Stirner en la tardía Dialéctica de la naturaleza: «…ya se habrá advertido (…) como necesario organizar esa actividad individual”. Por tanto, las grandes creaciones del arte responden a un influjo histórico-social que no puede ser fragmentado por el prejuicio idealista de la noción de «genio», sea este individual o social, de acuerdo a que…

 «La concentración exclusiva de talento artístico en ciertos individuos, y su consiguiente supresión en las amplias masas del pueblo, es un efecto de la división del trabajo (..) Con una organización comunista de la sociedad, el artista no queda confinado al aislamiento local y nacional que deriva sólo de la división del trabajo, ni el individuo queda tampoco confinado a un arte específico, para ser exclusivamente un pintor, un escultor, etc; estos mismos nombres expresan suficientemente la estrechez de su desarrollo profesional y su dependencia de la división del trabajo. En una sociedad comunista no hay pintores sino a lo sumo hombres que, entre otras cosas, también pintan”.

 (De nuevo en La ideología alemana).

 Conforme a esto, en el escenario sin fronteras de una sociedad sin clases ni división del trabajo, el arte sería la segregación natural de hombres -tan solo «hombres» cualesquiera, y no funcionarios entrenados en exclusiva para ello- que, «además» (de participar en la política o en la industria, se entiende), poetizan, edifican, levantan planos urbanísticos o pintan. Menesteres que se confunden en su respectiva indeterminación «espiritual» o «material», pues estas son categorizaciones inherentes a la sociedad estratificada: 

«La división del trabajo se vuelve una verdadera división solo a partir del momento en que se produce una separación entre el trabajo material y el espiritual. Desde ese momento la conciencia puede realmente imaginar que es algo distinto que la conciencia de la praxis existente. 

Donde la división del trabajo y el trabajo mismo así entendido fueran erradicados, se produciría un unidad viva…«como la que existía en la antigua Grecia, donde la res pública era el contenido real de la vida privada, la existencia real del ciudadano, y el hombre sólo privado era el esclavo” (en Crítica de la filosofía hegeliana del estado, Die Frühschriften, p. 51). La posesión completa e inviolable de la privacidad personal o artística solemnemente predicada por Stirner no es vista de este modo más como que la esencia de la esclavitud en Grecia, y por lo que atañe al reparto de cualificaciones profesionales, señala Engels que… 

“El socialismo habrá de abolir la arquitectura y el “empujar carros” como profesiones; el hombre que ha dado media hora a la arquitectura habrá de empujar un carro hasta que su tarea como arquitecto esté otra vez en demanda. Sería un socialismo muy especial el que perpetuara la tarea de empujar carros.” 

 A la luz de estas buenas intenciones emancipatorias (y decía Chesterton que solo un calvinista pudo imaginar que el infierno esta empedrado de «buenas intenciones»), hay que comprender el comentado empeño de disolver la significación de las individualidades geniales o heroicas en su entorno social, utópico empeño del que también se hacia solidario Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin: 

«La principal particularidad, la originalidad superior de un gran hombre consiste en que supo expresar en su dominio antes, mejor y de manera más plena que los otros las aspiraciones y las necesidades sociales y espirituales de su época. Ante esta particularidad, que constituye su «individualidad histórica» desaparecen todas las otras, como las estrellas a la luz del sol. Y esta individualidad puede muy bien ser el objeto de un análisis científico preciso.”

 Célebres palabras que, aunque atenidas de primeras más al mundo científico que al artístico, pronto el mismo Lenin materializaría en sus conocidos ensayos acerca de la figura histórica pre-revolucionaria del escritor Liev N. Tolstói, publicados en torno a 1920 en la recién constituida Academia de la Ciencias de Moscú. En ellos, si bien se toma en su integridad la biografía y obras del conde Tolstoi (desde sus primeros éxitos en la crónica de la guerra de Crimea hasta su tardía conversión a un evangelismo de factura propia, cuando en su ancianidad renegó de la novela «bella» por considerarla “el salario del diablo”) como objetos de un «análisis científico preciso», la trayectoria literaria del terrateniente renegado fue comprendida sobre todo como el espejo que la «falsa conciencia» de una nobleza consciente llevó por el camino de cambios revolucionarios irreversibles que terminaron concentrándose en la revuelta de 1905. La individualidad poderosa y finalmente truncada del poeta de Yasnania-Poliana quedaba así interpretada oficialmente como la más insigne voz de un lenguaje ya obsoleto, por decirlo así: aquel formidable narrador cuya cosmovisión fue dolorosamente sometida al proceso de fuerzas que culminaría en la revolución de octubre. Tolstoi, pues, como síntoma de los tiempos, y su nueva religión (à la Rousseau, pero como tintes pan-eslavistas), como falso remedio producido por la contradicción de unas circunstancias cuya comprensión global permanecía fuera de su alcance.

La idea pues -en tiempos de Marx y Engels defendida señeramente por el británico Thomas Carlyle-, del gigantismo y la soledad del héroe cultural, iba siendo gradualmente sustituida en el ideario marxista por la consolidación de una perspectiva crítico-social sobre las aportaciones científicas y artísticas del pasado inmediato que conduciría, en su máxima potenciación, al establecimiento bajo el mandato de Stalin de un arte y hasta una ciencia -las leyes de la herencia de Gregor J. Mendel, por ejemplo, serían anatematizadas como burguesas- exclusivamente soviéticas. (Mientras, en el resto de la Europa capitalista, y a partir de los casos -considerados paradigmáticos- de los pintores Paul Gauguin y Vincent Van Gogh, el arte iría encerrándose en la valoración opuesta de una relación sin mediaciones de la intimidad del sujeto creador con su obra, sin restos de obligación alguna por parte de este de rendir cuenta histórica o social de sus frutos).

 Sin embargo, volviendo a Marx, vemos como en 1867 ofrece la dedicatoria del primer volumen (y único ultimado en vida) de El capital no a un ente anónimo y colectivo ni a algún compañero de fatigas ni tan siquiera a la memoria de tantos economistas ingleses a los que tanto debe el arranque de su obra fundamental, sino al naturalista más saludado e injuriado de todos los tiempos, Charles Darwin. Los motivos son claros: con la aparición en el ámbito científico de las tesis de la lucha por la vida y la destrucción de las categorizaciones finalistas en la clasificación de las especies, el materialismo denominado por Marx como «naturalista» (a diferencia del «materialismo histórico», al estudio de cuyas relaciones, semejanzas o diferencias filosóficas u ontológicas entre ambos lo cierto es que apenas se dedicó), ganaba terreno. Después, el mismo Darwin meditaría sobre el origen y naturaleza el sentido estético –sense of beauty– en el opúsculo El origen de hombre y la selección sexual valiéndose de unas coordenadas tales (exclusivamente biológicas e innatistas), que hubo de ser recusado inevitablemente por el marxismo ortodoxo del dirigente menchevique G. V. Plejánov. Pero tampoco el materialismo naturalista desarrollado por la Dialéctica de la naturaleza de Engels estaría dispuesto a aceptar entre sus axiomas un instinto estético carente de horizonte social, pese a la ambigüedad de las declaraciones arriba citadas de los Manuscritos del 44 -y que en parte denotarían como Marx nunca se preocupó demasiado por tener una concepción nítida de la naturaleza al margen de su producción social. En ese libro, Engels habla de la mano de Nicolo Paganini como del instrumento prodigioso que indica de lo que es capaz de construir la praxis del hombre sobre la nuda naturaleza, y (redundando sobre lo dicho acerca de la influencia del relieve social en la morfología del individuo descollante), caracteriza a personajes tales como Leonardo da Vinci, Alberto Durero, Martín Lutero, Nicolas Maquiavelo, etc, en tanto que hombres verdaderamente polifacéticos cuya envidiable condición sólo pudo tener lugar con anterioridad a la división del trabajo (en un planteamiento de línea y remembranza fourierista).

Pero -añade Engels-, sobrepasados esos tiempos de extravío y afirmación del hombre renacentista, en la época de la alienación nacida del auge de la industria “…los revolucionarios deben ser descritos en su forma real” y en “fuertes colores a la manera de Rembrandt, con todas sus vividas cualidades», pues “en la apoteosis de la belleza rafaelista, se pierde toda verdad pictórica”. Estas declaraciones señalan el primer momento de una insinuación a favor de el «realismo» en arte que luego substanciaría toda la doctrina oficial sobre el particular en la Rusia estalinista y allende sus fronteras, aunque en estado ciertamente balbuciente y conjugada todavía -como estamos viendo-, con otros tantos elementos e ideales de la cultura ilustrada. De hecho, según un sondeo elaborado por Demetz, el propio Marx jamas utilizo la palabra «realismo» en ningún sentido estético o programático en ninguno de sus escritos, y por cuanto a Engels, además de la insinuación citada, en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana de 1888 (fallecido ya Marx a la sazón, por tanto), identificó materialismo con «realismo» en tal multiplicidad y variedad de acepciones que resultaría ciertamente osado entresacar de ello la propuesta firme de una norma o conjunto de normas para la empresa artística.

 Ahora bien: si, cambiando la dirección de nuestra búsqueda, fijamos la atención en el trabajo crítico de ambos pensadores acerca de los fenómenos artísticos que en su siglo les rodearon, encontramos que tampoco aquí se guiaron por un criterio único y teóricamente fundamentado. Con respecto a la producción literaria decimonónica es importante destacar, en primer lugar, que ambos consideraban la tarea incansable de Emile Zola (paradigma absoluto por entonces del naturalismo socialista), crasamente insuficiente para los fines propuestos por él mismo por encontrarlo exageradamente determinista, es decir, excesivamente limitada o restringida su tarea por los postulados de la determinación social de la conducta humana. Según este punto de vista, Zola se habría cerrado en banda ante la posibilidad de prolongar las virtualidades de la acción humana fuera del inventario descriptivo de las que positivamente se agitan en un momento estanco del conflicto histórico. No obstante -recalca Marx en The english middle class, artículo del New York Tribune en 1854-, debe reconocerse que narradores como Zola, Dickens, Fielding y otros…

 «… Han revelado más verdades políticas y sociales que todos los políticos profesionales, los publicistas y los moralistas juntos”.

 Difícilmente puede negarse que grandes hitos de la novela «de folletín» -como, por ejemplo, y tocante al problema de clases en Inglaterra, el Hard Times de Dickens-, pusieron en una evidencia más gráfica y palmaria (y para un auditorio, sin duda, de mayores, ingentes proporciones), la miseria que rodea las fabricas inglesas que toda una batería de discursos del primer ministro whig William E. Gladstone o determinados pasajes de análisis acerca de la misma materia del mismo Engels. Aparte que, rozando tangencialmente el terreno de los gustos personales de ambos miembros del tándem, comprobamos que sus lecturas y aficiones no son diferentes de las propias de el hombre cultivado de la época. Friedrich Engels disfrutaba de los estudios -en clave más o menos romántica- de la poesía popular del medievo (lo que extrapoló más tarde a Rusia, contribuyendo de esta manera a cierta mitificación del mujik o campesino ruso), así como de la experimentación literaria más avanzada que le salía -sin distingos- al paso. Por su parte, Karl Marx compartía como su amigo la veneración artística y filosófica por la Comedia humana de Honoré de Balzac (a la que proyecto dedicar nada menos que un tratado), un autor al que consideraba políticamente antagonista pero en el que estimaba la fuerza de sus criticas a la descomposición de la aristocracia francesa del Segundo Imperio. Leía además vorazmente a los clásicos, frecuentaba en sus escasos momentos de ocio -durante la redacción precisamente de El capital– a Alejandro Dumas padre (quien, por cierto, reconocía tergiversar radicalmente la historia en sus relatos, pero –arguía-, siempre en favor de «ficciones brillantes»), saludaba a los poetas revolucionarios Freiligrath y Georg Herwegh, y decía haber admirado en su juventud a las figuras de Espartaco y Kepler. Sabemos también que Marx fue el único hombre que con toda certeza leyó íntegramente la Ciencia de la Lógica de Hegel, y que admiró también como aquel a Denis Diderot (hallando, como aquel, descrita en El sobrino de Rameau de 1761 la esencia de la alienación, aunque también aprendió de él en lo concerniente al funcionalismo arquitectónico).

Fuera de la literatura (a la que el marxismo otorgo siempre un puesto preferente en tanto reveladora de los caminos de la “Idea”), pocos testimonios nos han llegado del interés de Marx y Engels sobre los logros de las restantes bellas artes. Al menos, sabemos que la obra del escultor Bertel Thorvaldsen, cosechó el aplauso de los teóricos sociales de la mitad de siglo, y una anécdota trivial nos recuerda el temprano interés mostrado por Marx por los hallazgos de la arqueología moderna en suelo antiguo: parece ser que su icónico aspecto leonino (con pobladas barbas y luenga melena) se debe al envío por parte de un amigo del llamado «Zeus de Otricoli», un busto desenterrado en la aldea italiana del mismo nombre al que el padre del comunismo emuló para moldear su rostro.

2-  Las Musas del Estado

Un fantasma recorre Europa, 

el mundo.

 Nosotros le llamamos camarada”.

Rafael Alberti.

 Es archiconocida la determinación que el pensamiento de G. W. F. Hegel atribuía a la estética, situando la esencia del arte entre los tres absolutos del espíritu o -por mejor decir-, comprehendiendo al arte como una de las tres manifestaciones del espíritu absoluto (por este orden: arte, religión y filosofía). El arte es para Hegel “revelación de lo absoluto en su forma intuitiva, pura aparición, idealidad que aparece a través de lo real, pero que siempre sigue siendo idealidad ante la objetividad del mundo ético”. Una idealidad que en tanto arte pertenece a la imagen del espíritu absoluto en el pasado, así como la filosofía lo representa en el presente y la religión lo revela en la -imagen de- el futuro. Deja claro en su Introduccion a la Estética:

 «En su destinación suprema por lo menos, el arte es para nosotros cosa del pasado. Perdió para nosotros su verdad y su vida. Nos invita a una reflexión filosófica que de ninguna manera pretende asegurarle un renacimiento, sino reconocer su esencia con todo rigor”.

 No obstante, para Hegel la poesía es la manifestación artística suprema, porque no hay en ella ningún elemento sensible y su significación la adquiere solamente a través del espíritu. El único tema de la poesía, según Hegel, son los intereses espirituales del hombre; la poesía es un logos que trata de expresar el espíritu íntegro de la humanidad, y es propio del arte eso precisamente, pues en su máxima expresión debe “evocar en nosotros todos los sentimientos posibles, hacer que entren en nuestra alma todos los contenidos vitales”. Por su parte, el otro gran maestro filosófico de Marx, Ludwig Feuerbach, escribía que solo es verdadero y divino en la naturaleza aquello que no tiene necesidad de prueba, puesto que entraña por sí mismo una inmediata afirmación de la existencia, y esto es lo sensible. Al contrario que Hegel, pensaba que la naturaleza posee un carácter a-lógico originario e irreductible que no puede agotarse ni constreñirse a su posible ser-pensada por la conciencia. De ahí que la filosofía no sea capaz según Feuerbach de incorporar la naturaleza al orden del espíritu, siendo así que debe ceñirse al dato concreto que le ofrece constantemente la experiencia sensible: «pensar –dice- es leer coordinadamente el evangelio de los sentidos”.

Extrañamente, Marx, que tanto debe a los dos en otros aspectos de su obra, no da signos de compartir ninguna de las posturas de sus maestros en lo que concierne al arte. A diferencia de Hegel, los textos que hemos visto impiden afirmar categóricamente que Marx concibiera el arte como un absoluto ya consumado (en el sentido de que el pasado está consumado, si no el arte), y lo que es más significativo todavía: ni siquiera en su etapa más madura y economicista incluyó al arte entre el elenco de alienaciones que, a su juicio, coronan more ideológico la cobertura sobreestructural del sistema de producción capitalista. Filosofía y religión, en efecto, pasan en Marx de ser aspectos del absoluto hegeliano a ser condiciones esenciales de la falsa conciencia, pero no así el arte, acerca del cual ningún testimonio permite pensar tampoco que Marx habría notariado su certificado de defunción. En cuanto a Feuerbach, es claro que su actitud empirista radical aboga más -allí donde nos cabe interpretar más que constatar- por una comprensión del arte en los términos realitas que, como vimos, son más propios de Engels que del propio Marx (que tampoco hubiese aceptado, epistemológicamente hablando, un empirismo sin constructivismo).

 En realidad, el pensamiento marxista original, incluidas las reformas doctrinales posteriores de Trotksi y Lenin, no avalaban en absoluto este giro de los acontecimientos en pos de un entendimiento el arte exclusivamente realista en el marco de lo que se interpretaba como las necesidades del estado soviético -eso mismo que el profesor Laprade, en el Lyon de 1852, denominaba irónicamente, refiriéndose a la política de Napoleón III, Les muses d´Etat. Pero es que tampoco cabía vaticinarlo así a la vista de la estética rusa de la época prerrevolucionaria, compuesta por una multiplicidad desbordante de corrientes, doctrinas y tendencias que estallaron tras la revolución en un maremágnum de escuelas contrapuestas (mayoritariamente literarias), muchas de ellas continuadoras del proteico periodo anterior a la Gran Guerra y otras de reciente creación, pero en su totalidad alentadas por la promesa de una nueva sociedad que iba a alumbrar un renovado proyecto de «Hombre», un hombre, de hecho, “Nuevo” –y, asociado a ello, un nuevo amanecer de libertad para la actividad artística. El cielo parecía abierto, pese a que las urgencias y prioridades en la instauración de industrias imprescindibles para el resurgimiento artístico -como la del papel, que detuvo provisionalmente las imprentas-, se viesen paralizadas por las dificultades de la lucha política. Se abría con entusiasmo un periodo ciertamente tortuoso, pero sin lugar a dudas fértil, del arte soviético que pronto iba a recibir el fuerte desengaño del plan quinquenal de 1925, una primera y dura amonestación que luego, ya en 1932, se convertiría en el mazazo definitivo del férreo monolitismo de la imposición oficial staliniana.

Haciendo un poco de historia, entre las escuelas más radicales crecidas al calor de la revolución se encontraban la que, capitaneada por el teórico A. A. Bodganov, preconizaba la emergencia de una cultura exclusivamente proletaria (acompañada de la intransigente filosofía del agit-prop), y la que, importada del «futurismo» europeo, hallo su más egregio representante en el poeta Vladimir Maiakovski. La primera, más conocida como Proletkult (nacida en sección Bellas Artes, IZO, creada por A. Lunacharsky, comisario del Pueblo para la Instrucción Publica), existía ya desde el primer decenio del siglo, y a su débil recusación habían por entonces dedicado al menos sendos escritos Lenin y Plejánov. No era para menos: la presencia del movimiento del Proletkult ponía sobre el tapete un debate a estas alturas inevitable, al iluminar con sus tintas más vivas la tensión entre el concepto de «pueblo» y la noción marxista de «proletariado». Pues bien: Bodganov escribía cosas tan incendiarias como esta: «En nombre de nuestro futuro quemamos a Rafael, destruimos los museos y pisoteamos las flores del arte”. Y Maiakovski, vehementes poemas como el siguiente:

¡Acabadla!

Olvidad,

escupid

en las rimas,

en las arias,

en el rosal,

y en las demás soserías

del arsenal de las artes.

¿A quién interesa

que “Ay pobrecito,

cómo amaba

y qué desgraciado fue…”?

Ahora

necesitamos artesanos,

no predicadores melenudos.

¡Escuchad!

Gimen las locomotoras,

el viento entra por las rendijas:

“¡Dadnos el carbón de Don!

Montadores

y mecánicos, ¡al deposito!” (…)

 ¡Acabad de una vez!

¡Olvidad!, haced a un lado

rimas y romanzas, rosaledas

y otras tantas mierdancolías (…)

 Ya no hay imbéciles

que esperan con la boca abierta

la palabra del “maestro”.

Camaradas,

dad un arte nuevo,

un arte

que saque a la República del fango.

  (Orden nº 2 al ejercito del aire).

 Las réplicas a estas desmesuras de Lenin, Plejánov y, posteriormente, Trotsky, adoptaban la dirección de una defensa cerrada de la tradición artística occidental frente al rupturismo violento de los vanguardistas. Veasé Lenin en un texto de una claridad meridiana a este respecto: 

 «Si no comprendemos claramente que una cultura proletaria solo puede edificarse a partir del conocimiento preciso de la cultura creada por toda la evolución de la humanidad y por la integración de esta cultura, no podemos realizar nuestra tarea. La cultura proletaria no es algo que aparezca de pronto en la superficie, sin que se conozca su origen, no es una invención de personas que se hacen pasar por especialistas de cultura proletaria. Todo esto carece de fundamento (…) Debemos retomar toda la cultura que nos dejó el capitalismo, y el socialismo debe edificarse sobre esta base, si no nos es imposible construir la vida de la sociedad comunista. Ahora bien, esta ciencia, esta técnica y este arte están en las manos y el espíritu de los especialistas”. 

O Plejánov, que fue el traductor del Manifiesto Comunista al ruso, menchevique aliado de Lenin, y que representó a la facción marxista del movimiento obrero en de la II internacional:                                              

 «La estética no prescribe absolutamente nada al arte; no le dice: debes atenerte a estas reglas o ejemplos. Se limita modestamente a observar cómo nacen las diferentes reglas y ejemplos que prevalecieron en diferentes épocas históricas (…), en su época encuentra todo bien (…), es objetiva como la física”. 

 (Sin embargo, Plejánov participó muy activamente de la polémica contemporánea en torno a la función social del arte frente a la romántica propuesta del arte por el arte, y allí manifiesta una postura más concreta a favor del realismo. Contestando a Lunacharski acerca de la correspondencia o no de la forma artística a su idea, dice:

 «Cuando Leonardo da Vinci dibujaba a un viejo con barba le salía un viejo con barba. ¡Y cómo le salía! Al contemplarlo no podemos por menos de exclamar:¡parece vivo!. Pero cuando a Temístoclus se el ocurre pintar a un viejo barbudo, lo mejor que podemos hacer para evitar malentendidos es poner debajo: esto es un viejo barbudo y no otra cosa”.

Trotsky, por su parte, cuyo concepto de cultura no se restringe al presente revolucionario, sino que acoge, al igual que Lenin, la historia entera de la humanidad (en Materialismo dialéctico e histórico, por ejemplo, escribe: «Uno puede convertirse en comunista sólo cuando enriquece la propia mente con la suma de conocimiento creado por la humanidad”), escribe acerca del arte en Literatura y revolución, del año 1924: 

«Nuestra concepción marxista de la dependencia social objetiva y la utilidad social del arte traducida en el plano  de la política, no significa de ninguna manera el esfuerzo de reglamentar el arte con la ayuda de decretos y prescripciones. No es verdad que entre nosotros solo el arte que toma como tema al obrero sea considerado nuevo y revolucionario, y es insensato creer que exigimos poetas que describan a cualquier precio la chimenea de la fábrica o una rebelión contra el capital”. 

Un texto importantísimo desde el punto de vista de la posterior actuación del partido encabezado por Stalin, que se saltó francamente a la torera los consejos de los padres fundadores de la revolución. Más importante aún por cuanto que Trotsky no se detiene ahí, sino que continúa atacando directamente el núcleo de la concepción realista en una dura diatriba sobre el teatro: 

“Ese algo lamentable y estéril que pretende llevar el nombre de realismo socialista no tiene ninguna relación con el arte. El teatro surge del arte y sin arte no hay teatro. Id a los teatro de Moscú y mirad esas representaciones insípidas y aburridas que solo difieren en su grado de nulidad (…) En los grandes sitios en los que antaño solo existía una vida artística ardiente y constantemente renovada, donde los hombres al servicio del arte se entregaban a investigaciones, hacían sus experiencias, se extraviaban y encontraban nuevas vías para realizar puestas en escena -de las que algunas eran malas y otras grandiosas-, solo se encuentra una mediocridad deprimente, llena de buena voluntad pero desesperante, y una terrible carencia de talento”. 

No obstante, Trotsky concedía un espacio a la epistemología de corte marxista en orden, al menos, a explicar a posteriori la especificidad dialéctica del arte: 

“Es absolutamente exacto que nunca se debe juzgar, aceptar o rechazar una obra de arte según los principios del marxismo. Los productos de la creación artística deben ser juzgados, en primer lugar, de acuerdo con sus propias leyes, es decir, según las leyes del arte. Pero solo el marxismo es capaz de explicar por qué y de qué nació una cierta orientación del arte en una determinada época, es decir, el origen y el motivo de estas orientaciones y no de otras”.     

Más no hay que olvidar que la polémica preexistía a la propia revolución, y ya tras la aparición en 1905 de La organización y la literatura del Partido, N. Krupskaia se había desmarcado de la que después sería la postura oficial en su libro Sobre la cultura y el arte

“No cabe duda que la actividad literaria es la que menos soporta un igualitarismo mecánico, una nivelación, una dominación de la mayoría sobre la minoría. Es indudable que en este dominio es absolutamente necesaria la certidumbre de un campo de acción suficientemente grande para iniciativas personales y tendencias individuales, para el pensamiento y la imaginación, la forma y el contenido”. 

 A lo que añade, casi de modo programático: “El marxismo no rechaza en absoluto las conquistas más preciosas de la época burguesa”. También Lenin, en su discurso ante el III Congreso de la Liga Rusa de Jóvenes Comunistas, en 1920: “La cultura proletaria debe ser el resultado de un desarrollo natural de todos los depósitos de conocimiento que la humanidad ha acumulado bajo el yugo de la sociedad capitalista, la sociedad feudal y la sociedad burocrática”. Compárense ahora estas declaraciones con el programa Agit-Prop (Agitación y Propaganda) de Bodganov y sus amigos, sintetizado por ellos en los siguientes puntos:

             «1) El arte no es un fin en si ni un asunto de delectación individualista.

                2) Consideramos que el arte es una agitación que levanta a las masas y un acontecimiento que revoluciona e indica la meta.

                3) A nuestro juicio, el arte es una creación colectiva, una cooperación intelectual que siente lo que sienten las masas y que encarna lo que estas quieren.

                4) Consideramos que el arte es un medio de manifestar nuestro odio de clase contra el capitalismo y expresar nuestra voluntad de llegar al comunismo y a la sociedad sin clases. No nos devanamos los sesos para saber qué pasará en los siglos venideros, no nos sumergimos en los infolios para conocer la historia del teatro del pasado. Vivimos hoy, se trata de combatir en el presente para transformarlo por medio de la revolución”.

 (Por cierto, fue el pintor alemán Mengs, que trabajó mucho en Madrid, el primero en concebir y proclamar «lo bello como aquello que gusta a una cantidad mayor de personas”). La presencia, pues, en estos años inaugurales de la revolución, de una polémica viva entre radicales y moderados en lo que toca a la consideración de la cultura en general y del arte en particular es a través de estos textos más que evidente. Propiamente, es una contienda entre weltanschauung enfrentadas, en la cual unos quieren separar cuidadosamente el grano de la paja y otros, en cambio, pretenden volver a poner a cero los relojes de la historia al modo de la revolución francesa. Creemos que hay indicios sobrantes de que los mismísimos Marx y Engels se encontrarían entre los primeros, y por esta razón no prescribieron ninguna doctrina materialista del arte que pudiera servir de filtro respecto a las creaciones libres del espíritu artístico ni en el pasado, ni en el presente ni menos aún para el futuro. Pero no por ello se demuestran ahora menos ciertos -al menos en lo que toca al marxismo histórico más que a Marx- los juicios que hemos transcrito arriba de Badiou y Arvon: la ausencia de una rigurosa hermenéutica del arte por el pensamiento marxista fue la que hizo posible esta vacilación permanente entre opciones ilustradas y revolucionarias que orquestó la batalla teórica del arte hasta su final cancelación por el aparato staliniano. Y esta ausencia, a nuestro parecer, no es accidental ni, en realidad, muy distinta de la que afecta al universo capitalista rival: también el gobierno de Estados Unidos pasado el tiempo promocionó secretamente el action painting abstracto de los Pollock, De Kooning, etc, con el fin de eludir las consecuencias más socialmente corrosivas del realismo soviético. En ambos casos ha existido, por tanto, una mediación política del arte, interpuesta con tanto mayor motivo por cuanto que tal intervención estatal venía a salvar una brecha común en el siglo XX relativa a la compresión del arte. En efecto, no sólo el marxismo, sino también el liberalismo, son radicalmente incapaces de pensar la estética más allá del romanticismo decimonónico. El arte no puede ser cuestión únicamente de gusto, pero tampoco ya de verdad. El arte no puede soslayar el efecto del desarrollo tecnológico de las sucesivas revoluciones productivas, pero tampoco refugiarse en el solipsismo de la manifestación autista de la expresión individual. Así las cosas, la estética contemporánea se pierde en su propia indeterminación y asume roles travestidos según los cuales o bien todos somos a nuestra manera artistas (de ahí la crítica a la sociedad del espectáculo de Debord), o bien nadie lo es fehacientemente ya (y los predicadores de la muerte hacen su agosto anunciando el fin del arte). Algo de todo ello veremos con más detenimiento después; sigamos ahora un poco más con el relato histórico que nos ocupaba antes.     

El caso es que, tras la revolución, del lado vanguardista destacaron enseguida movimientos como el «Constructivismo», o el Neue Sachligkeit (“Nueva Objetividad”)que dio lugar a obras como La calle sin alegría de Pabst, o a la escuela Kino Glaz (el “cine ojo”) representada por Einsenstein o Pudovkin. Las fuentes, pues, del decreto stalinista de 1932 a favor de una única interpretación realista de la expresión artística no partieron de aquí, sino de las propuestas de la Sociedad de Artistas Ambulantes, capitaneada por Ivanov y Serov, del naturalismo académico que culminaría en la exposición «Leniniana», de la cartelística, la propaganda y el fotomontaje, y de la escultura y monumentalismo típicamente colosalista de N.A. Andreiev e I. D. Schar -en 1934, dos años después del decreto (ese mismo año los exiliados crean por su cuenta y riesgo el grupo Abstracción en París), se fundó la Academia soviética de Arquitectura. A lo que hay que añadir toda una tendencia que se expresaba en chistes gráficos en los periódicos, la construcción de viviendas colectivas, los frecuentes desfiles masivos y los espectáculos de muchedumbres. “Sin embargo –según cuenta Sánchez Trigueros, 1996: 38-9-, en 1933 se publicó un libro –su autor era Mijail Lifshits- que recogía por primera vez los fragmentos de Marx y Engels que contenían alguna alusión al arte y la literatura, y este libro se erigió en la base para producir una estética materialista histórica, pese a que, en realidad, estos textos no son suficientes para ello, pues hacen  falta otros textos posteriores en los que aparecen otros principios marxistas fundamentales”.

No sirvió de mucho, en todo caso, pues el decreto parecía inmovible en su forma original. Pronto se formaron asociaciones oficiales de escritores que hacían suya la empresa de reflejar con fidelidad el nuevo orden político desde la perspectiva del trabajador común. (Ya apuntábamos antes que la literatura es la forma de arte predilecta del materialismo socialista, por cuanto en ella se hace posible más fácilmente que en cualquier otra el acoplamiento entre discurso y realidad, o, si se quiere, entre descripción e ideología –lo cual terminó llevando a escándalos en otros terrenos como el que afectó a Dimitri Shostakovich, que fue expulsado de la URSS bajo la acusación de que su música “no podía ser silbada por un obrero”, mientras que se convertía el metro de Moscú en un auténtico palacio subterráneo). Sin embargo, los dirigentes del Partido estuvieron bastante intranquilos al comprobar que los escritores no iban convirtiéndose al régimen de modo voluntario, como ellos creían, y esto dio fuerza a la Proletkult, aunque no consiguió la victoria completa, pues otra asociación de escritores, la RAPP, llevó a cabo una campaña de difamación e intimidación contra otras agrupaciones distintas de escritores y también contra escritores individuales que se apartaban de las ideas del partido, y lo hizo con tanto éxito que llegó absorber casi todas las demás asociaciones y tomó en sus manos la responsabilidad de dirigir la literatura soviética. Pero al centrarse sobre todo en ataques a escritores disidentes, silenciaron los nombres de los escritores más importantes, que, a través de Gorki, consiguieron quejarse a Stalin, y éste reunió al Comité Central para que disolviera todas las organizaciones de escritores proletarios y exigiese que todos se uniesen en un mismo equipo para apoyar el programa del socialismo. De esta manera, en el I Congreso de Escritores Soviéticos de 1932 se acepta por fin el “realismo socialista” como fórmula oficial orientadora de la creación y de la crítica literarias, y se ensalzan obras como La madre de Máximo Gorki, a la que consideran un claro anuncio de que se aproxima una nueva cultura.

De esa nueva cultura apenas nada conocemos, tan sólo algunos datos sueltos nada halagüeños, como la represión de tantos escritores y poetas (poetas y poetisas) que desaparecieron del mapa, o el encarcelamiento y posterior muerte “en circunstancias desconocidas” de grandes figuras de la escena como Vsiévolod E. Meyerhold, ferviente revolucionario al principio y luego acusado de formalismo (Némesis del realismo) por proferir pareceres de un sospechoso futurismo tales como: «Es necesario que nuestros artistas abandonen el pincel para tomar el compás, el hacha y el martillo a fin de rehacer la escena a imagen y semejanza de nuestro mundo técnico”. La herencia del teatro socialista tuvo en Alemania una larga y fecunda descendencia, como lo demuestran dos ejemplos ilustres: el de Erwin Piscator, primero, y el de Bertoldt Brecht, después. A  Piscator debemos estas categóricas palabras, definitorias de todo un programa ético-estético: 

 «El hombre en el escenario, tiene para nosotros la importancia de una función social. No importan su relación consigo mismo ni con Dios, sino con la sociedad. Cuando aparece en escena se presenta al mismo tiempo con él su clase o capa social. Cuando tiene un conflicto moral, espiritual o instintivo, lo tiene con la sociedad (…) Una época en la que se ponen a la orden del día las relaciones reciprocas de la colectividad, la revisión de todos los valores humanos, la transformación de todas las relaciones sociales, solo puede considerar al hombre en su posición con respecto a la sociedad y a los problemas sociales de su época, es decir, como ser político”. 

Brecht, por su parte, que se consideraba un simple «Stückesreiber» –“escribepiezas”- que deseaba superar en su mismo campo el arte “ingenuo” de Schiller, había llevado su ideario libertario hasta el punto de elaborar una versión didáctica del Manifiesto Comunista en hexámetros. Tanto en las notas sobre la ópera Apogeo y caída de la ciudad de Mahagony, de 1931, como en el Pequeño Organon para teatro, de 1949, encontramos conjugadas la declaración de principios de su arte, del que entresacamos ahora -puesto que, en líneas generales, su ideario es ampliamente conocido por los aficionados al teatro y también por los demás- las siguientes palabras: 

«Es demasiado poco pedir al teatro únicamente conocimientos e imágenes instructivas de la realidad. Nuestro teatro debe suscitar el deseo de conocer y organizar el placer que se experimenta al cambiar la realidad. Nuestros espectadores deben no solo aprender cómo se libera a Prometeo encadenado, sino también prepararse para el placer que se siente liberándolo. Nuestro teatro debe enseñar todos los deseos y los placeres de los inventores y descubridores, y los sentimientos de triunfo de los liberadores”.

 La dramaturgia de Brecht es, quizá, la más importante producida en el siglo XX -si esto puede decirse de algo o alguien-, con discípulos tan eminentes como Peter Weiss, y una prueba viviente, por consiguiente, de lo que puede hacer el teatro de inspiración marxista cuando no se ve obligado a rendir perpetuo tributo a las musas del estado.                      

 3-    El Puño del Artista

 “Que los dioses no existen, que el cielo está vacío -dice Sergio. Y lo prueba porque mientras lo proclama ve que se hace rico”.

 Epigrama de Marcial.

 En 1953 muere Stalin y en diciembre de 1954 se celebra el II Congreso de Escritores Soviéticos, en el que lo más destacable es el cambio de definición en el concepto de “realismo socialista”, aunque más que de un cambio tout court, habría que hablar de una ligera modificación, pues si antes se exigían dos principios fundamentales –la representación verosímil de la realidad en su desarrollo revolucionario (es decir, la representación del presente), y la educación ideológica del proletariado (es decir, la orientación del futuro)-, ahora se considera que esos dos objetivos son redundantes, pues al reflejar la realidad de un modo determinado ya se está educando al proletariado, y se propone una síntesis en la definición de realismo socialista, que pasa a ser entendido como representación verosímil de la realidad en su desarrollo revolucionario. Al mismo tiempo, como si el modelo hubiese demostrado su eficacia, la China de Mao Tse-tung toma el relevo e instaura también las musas del estado en el seno del país más tradicionalista y antiguo de la  tierra. Es la “Revolución Cultural” de Mao y su “intelectual orgánico”, Lu Hsün; Mao declara:  

 “La consigna dejad florecer cien flores y dejad que cien escuelas compitan entre sí, ha de promover el florecimiento de las artes y el progreso de la ciencia, la prosperidad de una cultura socialista en nuestro país. Pueden desarrollarse libremente formas y estilos diferentes del arte y pueden competir entre sí diferentes escuelas científicas. Creemos que para el desarrollo del arte y de la ciencia es perjudicial imponer con medidas administrativas determinadas estilos o determinadas concepciones, prohibiendo todas las demás. La cuestión sobre qué arte o ciencia sea correcta o falsa debe solucionarse a través de una discusión libre entre los artistas y los científicas y en la actividad práctica artística y científica. No debe resolverse reglamentándola simplemente. En el pasado (…)  frecuentemente, lo bueno y lo nuevo no era considerado como una flor fragante, sino como una planta venenosa (…) Debemos impulsar la discusión libre y evitar las conclusiones rápidas. Nosotras creemos que este proceder asegurará un desarrollo relativamente más favorable a las ciencias y a las artes”.

 Para, a continuación, puntualizar que tales medidas reforzaran la posición dirigente del marxismo en el terreno ideológico, y que se suprimirá la libertad de expresión de aquellos contrarrevolucionarios contrarios a este programa (Todo ello en Mao, Sobre la utilización correcta de las contradicciones en el pueblo, apartado 8, discurso del 27 febrero 1957). Resultado: en la llamada campaña de las “Cien Flores” puesta en marcha entre 1956 y 1957, medio millón de especialistas en letras fueron castigados como enemigos del pueblo. La revolución cultural subsiguiente proscribió a Shakespeare, Bethoveen, Antonioni y hasta la noticia de la llegada del primer hombre a la Luna. Sin embargo, los mediocres tenían una oportunidad en el régimen: “quienes han escrito una cantidad de obras malas pero están íntimamente unidos al partido y al socialismo, pueden corregir sus limitaciones y sus errores a través de la praxis”, dice Wu Chi-yen el 4 de mayo de 1966. Y eso que China es la nación del culto a la escritura, donde el término civilización -wen- es el mismo que se emplea para designar los conceptos «modelo» o «letra escrita» y que, durante la época imperial, ha considerado que el papel escrito era indigno de ser reutilizado en cualquier otro uso de orden profano. Pese a ello, Mao llegó a declarar (el 26 de Junio de 1965) que “cuantos más libros lees más estúpido te vuelves” -cosa que, por otra parte, también defendía a su manera Nietzsche.

En este lado del mundo, mientras tanto, Boris Pasternak se ve forzado a publicar en Italia Doctor Zhivago en 1957, y Vladimir Nabokov Lolita en EEUU en 1955; de igual modo, El maestro y Margarita, esa fantástica obra de Mijaíl Bulgákov, se publica póstumamente en 1966, y Archipiélago Gulag, de Alexandr Solzhenitsin, espera hasta 1978 -todo esto es historia conocida, anecdotario común de la memoria histórica de occidente. Como lo es lo que se ha llamado el «gran rechazo» del año ´68: a la distancia de casi 40 años que nos separan ya de las algaradas del mayo francés, éstas han podido ser calificadas como un «simulacro de revolución», e incluso -como escribía por entonces causticamente un periodista ingles- como “un tinglado que se han inventado los franceses para escribir un centenar de libros”. Y lo cierto es que aquellas agitaciones -simuladas o no por el curso de un siglo que parecía empeñado en conducirnos a la catatonia política de la «pax americana»-, dieron de sí menos autenticas transformaciones socio-políticas (el mayor arraigo de libertades como las de la mujer o las de las minorías étnicas al fin y al cabo estaban ya preparadas por el clima posterior a la segunda guerra mundial), que un éxito generalizado de la integración de una plétora de novedades en diversos campos particulares de la investigación y la industria que nacieron de la estética y el pensamiento filosófico de aquellos años. Es ilustrativa en este sentido la observación de Gianni Vattimo en La sociedad transparente cuando señala que nada queda de las aspiraciones del sueño sesentaiochista que no sea el ascenso del diseño industrial a los despachos de la alta burguesía -con que, finalmente, cierto tipo de imaginación ha subido efectivamente a los rascacielos del poder. Joaquin Estefania ha adjetivado alguna vez al pensamiento único como la contrarrevolución del ´68, pero lo cierto parece ser que el año ´68 daño mucho y con antelación al marxismo occidental -con el consiguiente reforzamiento de la interpretación marxista estructuralista de Louis Althusser-, pues en su aspecto doctrinal, estético, se asemejó más al gesto de un surrealismo práctico iniciado por los estudiantes americanos en consecución a los reajustes económicos de Francia que a una verdadera reivindicación social y política. Hoffman, por ejemplo, arrojó billetes falsos por la balconada de la bolsa de Nueva York, en un gesto de provocación que buscaba escarnecer la codicia de los cientos de transeúntes que se arrojaron por ellos en plena calle (bueno, después de todo, Trotsky había colaborado en la redacción del tercer manifiesto surrealista…). Lemas como “Nuestra izquierda es prehistórica”, “No consumamos a Marx”, “Soy marxista de la tendencia Groucho” y otros dieron el tono intelectual de la insurrección parisina, por virtud de la cual la ortodoxia del partido comunista francés dio paso a las versiones estudiantiles del trotskismo, el maoísmo y el anarquismo. Se diría, pues, que la estética marxista que preocupaba a unos pocos pasó a ser un asunto de marxismo estético de masas, e incluso la intelectualidad más conspicua se volvió un tanto loca: el Sartre sovietizante de la Critica de la razón dialéctica, que poco tiene que ver con el Sastre existencialista, se convirtió en el Sartre maoista de La cause du peuple; Herbert Marcuse, en San Diego, se posicionaba fuera de la unidimensionalidad y con ello también del marxismo soviético, a favor de una relación encantada, “erótica”, del hombre con una posible civilización; después de rodar La chinoise y otras importantes cintas, Jean-Luc Godard inicia un tímido acercamiento al taller de Dziga Vertov donde se practicaba un marxismo anti-estalinista y etc, etc. Después del XX Congreso del PCUS, nadie quería ser ya estalinista, pero tampoco nadie desconocía ya que rechazar de plano el socialismo era hacerle el juego al “sistema” –establishment, clapdown: un término acuñado en esa acepción en la época- capitalista (a este respecto, la referencia de Gilles Deleuze a la esquizofrenia inherente al capitalismo).

Tal parece que el año ´68 ha supuesto el último resuello de una tradición transnacional y libertaria como los años ´80 supusieron, por su parte, el último cartucho del optimismo rapaz del capitalismo en la figura del yuppi. En la edad dorada del capitalismo, los pactos de una socialdemocracia aceptada a sí misma como débil con los democristianos funcionaron como dique para atajar el avance comunista procedente del este, y el resultado histórico de todo ello es la actual situación en la que vivimos, según la cual, como dice Daniel Cohn Bendit -uno de aquellos estudiantes airados-, tan sólo podemos escoger entre un liberalismo de izquierdas u otro de derechas, sea lo que sea lo que signifique eso. O, como se usa en la sociología articulística española, entre un repertorio de valores “fríos”, que son los promulgados por el individualismo liberal más acérrimo, y un repertorio de valores “calientes” -o “cálidos”-, que son los que restan del viejo ideal izquierdista de la distribución y el reparto (ni más ni menos que los parámetros del debate anglosajón actual entre individualismo y comunitarismo).  

 Pasada esta fiebre, el arte occidental de la década de los ´70 tiene a Andy Warhol y a Joseph Beuys como jefes químicos del laboratorio (según la expresión de P. Schedahl) donde se sintetizan las ideas estéticas de la parte rica del globo -que es la que suministra, ya sin competencia alguna, imágenes y consignas a todo el planeta. Nace el pop-art con la pretensión de ennoblecer, reelaborándolas, las imágenes de la cultura de masas -más aun en el caso de Warhol, que quiso ir más allá y nivelar el gran arte culto de la tradición con ellas, haciendo de paso un buen dinero con ello. Beuys, más profundo, habla de una relación destruida, rota, entre el hombre y su realidad, a la que percibe como un conglomerado inconexo que aboca a “un concepto ampliado, abierto, de arte” –fluxus-, donde no existe ningún canon previo que seleccione ni el campo de interés del arte, que es virtualmente ilimitado, ni sus reglas de su elaboración, que se fabrican nuevamente para cada ocasión. “Los misterios –decía Beuys- tienen lugar en la estación central y no en la obra de Goethe”.  En los ´80, triunfa el movimiento Pattern & Decoration, un estilo de decoración interior sensual y naïf que, de acuerdo con R. Kushner, prima la superficialidad sobre la interioridad, la expansividad sobre la profundización y el efecto visual sobre la significación, buscando una transformación del gusto y no de la conciencia. En los ´90, las llamadas post-vanguardias abren las exclusas de la obra autónoma vanguardista al comercio y a la comunicación de masas, “democratizándola”: es el carnaval del arte, donde el drama ya no existe más que como ilusión de la marcha imparable de un inmenso aparato de entretenimiento incesante y repetitivo en el cual el artista es el maestro de ceremonias y el bufón mayor de la corte del gran capital, jugando todos (promotores, artistas, público) al Olimpo de celofán consumible en una reproducción infinita del estímulo sensorial más directo -como preconizaba William Burroughs, una cascada de imágenes que, en su propia multiplicación, hacen pedazos la escritura. Es, en definitiva, el “espectáculo” a que contribuye y en que se ha convertido también el arte del cambio de siglo, en la acepción que le dio a ese término esa modalidad suave de marxismo de corte existencialista que fue el situacionismo de Guy Debord y sus secuaces.“El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada por imágenes” (en Sociedad del Espectáculo, #4); es, por tanto, la visualización del intercambio social entre agentes productivos pasivos, como la mercancía marxiana era su materialización. Supone, entonces, un fetichismo no exactamente de la mercancía, sino de la mercancía en cuanto imagen: “El espectáculo no canta a los hombres y sus armas, sino a las mercancías y sus pasiones” (SdE #66) .

El situacionismo parte de la condena, compartida por Lukács, a toda forma de contemplación como opuesta a la acción, entendiendo además que contemplamos no una realidad -nada más lejos-, sino un guión preestablecido, y que a él adecuamos nuestro pensamiento y nuestra conducta. Ese guión ha sido confeccionado también por los intelectuales, que categorizan la realidad de un modo exhaustivo para que no exista nada que escape a la previsión del espectáculo omnímodo, nada que suponga una experiencia inédita, original e irrepetible (y, en este sentido, el espectáculo es tan “impersonal” como hemos visto arriba que lo deseaba Engels); por eso Debord en Considerations dice que “he vivido en todas partes, salvo entre los intelectuales de esta época”. Se trata, pues, de articular la rebelión buscando nuevas “situaciones” no vividas anteriormente, experiencias o zonas de encuentro no acordonadas por el espectáculo, ya que “donde hay –verdadera- comunicación no hay Estado” (Internacional Situacionista 8/30). Surge así un nuevo proletariado internacional como “la inmensa mayoría de los trabajadores que han perdido todo poder sobre el empleo de su vida” (SdE #114), como ese conjunto de gente que “no tiene posibilidad alguna de modificar el espacio-tiempo social que la sociedad les permite consumir” (IS 8/13). En el espectáculo, la sociedad fragmentada queda recompuesta de modo ilusorio en una cosmovisión común, tan vasta como falsa, y los proyectos individuales y grupales que pudieran crearse son sustituidos por una imposición tan lisonjera como irresponsable. Sin embargo, “todos los elementos para una vida libre están ya presentes, tanto en la cultura como en la técnica: sólo hace falta cambiar su sentido y componerlos de modo diferente” (IS 7/18). Cuando “la victoria será de quienes hayan sabido crear el desorden sin amarlo” (IS, revista 1/, página 21), entonces una humanidad liberada “podrá por fin dedicarse gozosamente a las verdaderas divisiones y a las rivalidades sin fin de la vida histórica” (Prefazione), y esta dedicación es, precisamente, el verdadero arte, pues “la belleza, cuando no es una promesa de felicidad, debe ser destruida” (Potlach 1954-1957:205). El arte, en fin, no como corifeo del espectáculo general de los medios de dominación de masas, sino concebido como una acción responsable (dado que se hace cargo de sí misma y de sus consecuencias) de generación de nuevos sentidos vitales para la que no es necesario en absoluto poseer una técnica productiva previa y estereotipada -de sonetos, films, sinfonías, danzas, etc-: esta es la propuesta situacionista, una propuesta practico-existencial que tiene la ventaja, al menos, de bloquear teóricamente la tesis del fin o la muerte del arte (pues, en efecto, solo moriría con la extinción con o el condicionamiento espectacular integral del propio hombre, y no por sus propios medios).

 Fue el pintor, escenógrafo y escultor Jorg Immendorf, discípulo de Beuys, quién, en 1973, dijo que “el puño de un artista es también un puño”. El que ese puño se alce o no contra la injusticia reinante es una decisión que, a nuestro juicio, no debe depender en demasiada cuantía de cuales hayan sido las relaciones reales, tanto teóricas como prácticas, acontecidas históricamente entre el arte y la doctrina marxista. No porque las lecciones del tiempo sean sistemáticamente ignoradas por aquellos que creen en un determinado método de cambio social y continúan apoyándolo con férrea determinación (nunca faltara un discurso de justificación que los asista) pese a su patente fracaso en ésta y otras áreas de su aplicación real, sino al contrario: debido a que la experiencia del desengaño de los marxismos reales ha sido ya asumido sin paños calientes es por lo que es posible ahora desligar y discriminar las descripciones marxistas concretas de las ideologías que las subsumen en un programa de totalización práctico-político. Karl Korsch escribía en 1950:

  “El primer paso a realizar para poner de pie una teoría y práctica revolucionaria, consiste en romper con ese marxismo que pretende monopolizar la iniciativa revolucionaria y la dirección teórica y práctica”. 

            (Diez tesis sobre el marxismo hoy).

 Desde luego que no se puede tratar a Marx como a un “perro muerto”, como tratan de vendernos tantos neocon que aún no se han recuperado de la resaca de la gran fiesta de 1989, pero tampoco volver a levantar en nuestros altares más íntimos la estatua de su pasada gloria, pues, como afirmaba una vez más Korsch en el mismo sitio: 

 “Marx no es hoy día más que uno entre los numerosos precursores y continuadores del movimiento socialista de la clase obrera. No menos importantes son los socialistas llamados utópicos, del tiempo de Tomás Moro hasta el nuestro. No menos importantes son los grandes rivales de Marx como Blanqui y enemigos irreconciliables tales como Proudhon y Bakunin. No menos importantes en último extremo, son los desarrollos recientes del revisionismo alemán, el sindicalismo francés y el bolchevismo ruso”.

 Pues si lo que distingue al marxismo del viejo socialismo utópico es el imperativo científico que guía con caracteres de necesidad y universalidad indefectibles su proyecto práctico, entonces hay que enterrar irremediablemente a Marx junto con otros canes de aguzado olfato como Hegel, Platón, Freud, Kant y tantos otros. Pero si, en cambio, pensamos que lo que distingue a Marx de los mencionados Blanqui, Proudhon o Bakunin es, más bien, la considerablemente mayor envergadura explicativa y transformadora de sus tesis en el plano de la pura y simple crítica de las costumbres éticas y productivas de occidente, entonces podemos resucitarlo a sabiendas de que con ello sólo establecemos la supervivencia de un modelo hermenéutico más -sin duda uno de los más potentes todavía hoy-, cuya validez será medida por su utilidad teórica y práctica en una coyuntura dada. La meditación estética, así, puede usar del utillaje marxista siempre que lo precise, sin verse por ello supeditada a él (el puño de Brecht, de Godard, de Immendorf…). Y la crítica marxista puede, por su parte, acudir a instancias estéticas para reforzar y ampliar sus puntos de vista, sin verse por ello obligada al compromiso con una normativa artística determinada (este fue el caso, sin ir más lejos, de Theodor Adorno, que, sin ser él mismo músico, supo valerse de los esquemas marxistas para criticar la evolución de la música de su tiempo). Liberar, en fin, los trazos concretos, muchas veces fragmentarios -como hemos podido comprobar aquí para el caso del arte-, del tradicional planteamiento marxista de la égida de las configuraciones compactas que desde la política entendida como centro de racionalidad absoluta la han oprimido y, a la vez, llevar de nuevo la reflexión a una estética que permanece sumida sea en la “tontería pura” de que hablaba Nietzsche, o sea en la manipulación interesada de las imágenes sociales compartidas, son dos tareas que, aunque aparentemente contrarias, pueden llegar a ser perfecta y estrechamente complementarías. (Como lo fueron -o no, quién sabe- en aquella pintura de Marc Chagall).

Un comentario

31 08 2011
julia ramirez

que aburrido todo eso!!!!

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