Revolución Literatura-Romanticismo

  

Chanson de la plus haute tour                        Canción desde la torre más alta

 Oisive jeunesse                                                Ociosa juventud

À tout asservie,                                                a todo sujeta,

Par délicatesse                                                 por delicadeza

J´ai perdu ma vie.                                            mi vida perdí.

Ah! Que le temps vienne                                 ¡Ah! ¡Que llegue el tiempo

Où les coeurs s´èprennent                               en que las almas se prendan!

 Je me suis dit: laisse,                                        Me dije: despreocúpate,

Et qu´on ne te voie:                                          y que nadie te vea:

Et sans la promesse                                          y olvida la promesa

De plus hautes joies                                         de alegrías más altas.

Que rien ne t´arrête                                          Que nada te impida

Auguste retraite.                                               augusto retiro.

 J´ai tant fait patience                                        Acumulé tanta paciencia

Qu´à jamais j´oublie;                                       que ahora olvido para siempre;

Craintes et souffrances                                    sufrimientos y miedos

Aux cieux sont parties                                     a los cielos se han ido.

Et la soif malsaine                                           Y la sed malsana

Obscurcit mes veines.                                     oscurece mis venas.

 Ainsi la Prairie                                                Así la pradera

À l´oubli livrée,                                               al olvido entregada,

Grandie, et fleurie                                           creciente y florida

D´encens et d´ivraies                                      de incienso y cizaña

Au bourdon farouche                                      bajo el feroz zumbido

De cent sales mouches                                    de cien sucias moscas.

 Ah! Mille veuvages                                        ¡Ah, las mil viudeces

De la pauvre âme                                            del alma, tan pobre

Qui n´a que l´image                                        que no tiene otra imagen

De la Notre-Dame!                                         que la de Nuestra Señora!

Est-ce que l´on prie                                         ¿Rezar acaso a

La Vierge Marie?                                            la Virgen María?

 Oisive jeunesse                                                Ociosa juventud

À tout asservie,                                                a todo sujeta,

Par délicatesse                                                 por delicadeza

J´ai perdu ma vie.                                            mi vida perdí.

Ah! Que le temps vienne                                 ¡Ah! ¡Que llegue el tiempo

Où les coeurs s´èprennent                               en que las almas se prendan!

Arthur Rimbaud, 1872.

 

LITERATURA ROMÁNTICA: Paraísos trucados e Infiernos artificiales.

  Óscar Sánchez.

El hombre es un dios cuando sueña 

 y un mendigo cuando razona.

 Friedrich Hölderlin.

 

I- En el año 1765 sale a la luz del siglo que se envaneció de la abundancia de ellas una novela inconcebible, El Castillo de Otranto, cuyo autor, Horace Walpole (1717-1797), era además conde de Oxford, político en funciones y, para colmo, hijo del primer ministro británico del momento, Robert Walpole. Pronto el relato fue calificado de “neogótico”, menos por analogía con el estilo arquitectónico en boga en la época que por entenderse de algún modo y aplicar alguna categoría a la que asirse a la hora de encarar y asimilar lo que no podía sino irritar a la conciencia culta coetánea como una provocación, un engendro, una criatura maliciosa fruto del capricho del consentido, ocioso y excéntrico cachorro del prócer. Hoy por hoy, la entonces juzgada “rareza literaria” no nos escandalizaría ni siquiera una pizca, más bien todo lo contrario: la encontraríamos trillada, fácil, tópica, algo “más visto que el tebeo”, formula resobada… Un cliché barato, en fin. Sin embargo, para la mentalidad geométrica y humanista del siglo dieciocho -el siglo, recuérdese, que cree haber acabado para siempre con la superstición-, esa novela representa una vuelta atrás, una aberración malsana, una linterna de oscuridad en la Era de la Luces ¿Que contiene, pues, ese texto insólito, El Castillo de Otranto? ¿Que se habría podido sacar el ya madurito Mr. Walpole de su extraña chistera -cuando correspondía pelucón empolvado? Pues nada más y nada menos, damas y caballeros -¡tachaaaaánn!- que algo sumamente original y nunca visto en tanto arte (y la “originalidad”, como vamos a ver, va a ser la mayor aportación del romanticismo al mundo artístico, su actitud peculiar a la vez que su mayor e inalienable obsesión…), pero, además y ciertamente, una secreción poco o nada edificante desde el punto de vista de las costumbres: hablamos de un abigarrado ensamblaje de mansiones encantadas, puertas secretas, testamentos escondidos, turbias reputaciones, parentescos secretos, inmensas fortunas, misterios lacerantes, vengativas apariciones…Toda la parafernalia, en suma, del actual subgenero pulp -sean literatura y cine “rosas”, o sean el folletín de revista o el culebrón de teleserie-, está en embrión en estas páginas y en las de sus sucesores inmediatos, principalmente Ms. Anne Radcliffe (1764, el mismo año de la escritura de Otranto, por cierto-1823), agudizando la vertiente melodramática, del “corazón”, y Mr. Matthew Gregory Lewis (1775, en alta mar camino de las antillas-1818), atacando por el lado de los espectros y otros figurones sobrenaturales. Precisamente “Monk” Lewis (así llamado por su novela El monje) fue quién, de camino hacia Italia en julio de 1816, y recalando en la estancia que a la sazón reunió en el retiro suizo de Villa Diodati en Ginebra a los poetas Lord Byron (1788-1824) y su secretario John William Polidori, por un lado, y a Percy Bysshe Shelley (1792-1822), su esposa Mary Goodwin (1797-1851), y la hermanastra de ésta, Clara Clairmont, por otro lado, estimuló aquella legendaria noche de lluvia, láudano y fantasmas a la que debemos el Frankenstein o el nuevo Prometeo de Mary Shelley, redactado y terminado cuando su autora contaba con tan sólo 19 años, y El vampiro, de J. W. Polidori, primer relato moderno de vampirismo (en China ya preexistían cuentos de demonios chupasangre, así como multitud de relatos detectivescos), escrito seguramente en equívoco homenaje a su ilustre mentor y protector –y, probablemente, también ocasional amante.

Pero la historia -o la subversión- walpolianas no acababa aquí. No conforme con su invento novelístico, Walpole cultiva después la “escritura automática” dos siglos antes del surrealismo, y saca pecho ante la etiqueta de “neogótico” -que tenía muy a gala- hasta el punto de extenderla a la construcción de una estrafalaria nueva casa de su propiedad, a la que denomina Strawberry Hill, lugar donde va reuniendo ávidamente objetos y souvenirs curiosos de todo el mundo –la mayor parte de las veces, por qué no decirlo, francamente morbosos: una piedra de altar, por ejemplo, se convierte en mesa de salón, y además de las típicas reliquias góticas (armaduras, vidrieras, misales iluminados, porcelanas, esmaltes, bronces pinturas, grabados, libros antiguos, monedas, etc), Walpole colecciona un sombrero del cardenal Wosley, un guante de la reina Isabel, o las espuelas que Guillermo de Orange calzó en batalla río Boyne (estamos seguros de que le hubiese encantado poseer también el cinturón ensartado de cofrecillos donde Margarita de Valois escondía bajo su frondosa falda renacentista los corazones –en sentido no figurado- de sus amantes ya fallecidos: tal era el tipo de gusto, entre kitsch y fetichista, de este gótico dieciochesco). En Strawberry Hill recibía justamente el conde a sus muchos amigos y rendidos admiradores, pues Walpole, pese a su talante freak -como diríamos muy acertadamente hoy-, era un hombre muy social y hospitalario, cuya correspondencia acerca de los asuntos ingleses de la época fue publicada con general reconocimiento en 1798. Aunque tal vez la palabra adecuada sea otra: Walpole, antes que freak, es más bien el padre no reconocido del spleen, esa actitud de ensimismamiento encapsulado y evasión pueril y teñida de tenebrismo que caracterizará toda una negra subcorriente artística -o corriente subartística- que aún sigue vigente hoy en mundillos como los del comic underground, la música alternativa, e incluso la reciente cultura hacker (quién no logre pese a estas descripciones hacerse una idea del significado de spleen no tiene más que reunir los fragmentos que le hayan llegado de la vida de ese perfecto “spleenero” a caballo de los siglos XX y XXI que es el llamado “monarca del pop” y “niño eterno”, el señor Michael Jackson, por no hablar de Prince o, en una vertiente más siniestra, Marilyn Manson; también cabe acercarse a la filmografía de Tim Burton, o, en nuestras tierras, de Tinieblas González, el primer Santiago Segura o Alex de la Iglesia).

 

Estremecimientos del corazón y psicodrama de espectros, hombres-lobo, no-muertos y demás plantilla de las tinieblas… spleen… ¿Existe realmente, además de su mencionado origen común, alguna otra semejanza entre ambas mórbidas delicuescencias del espíritu, o bien constituyen pasiones literarias muy distintas, nítida y claramente diferenciadas como las encontramos hoy? Pues bien: hay que decir que las diferencias no son tantas o, al menos, que desde cierto punto de vista delatan su condición compartida, hermanada en una modalidad o estilo comunes de relación con el lector. Y ese estilo o actitud de creación y lectura es a lo que podemos -y así seguimos haciéndolo todavía- llamar propiamente (aunque en sentido vulgar, novelesco, como luego veremos) romanticismo. El romanticismo en este nivel de elaboración y desarrollo es, en ambos casos, una antropofagia del yo y una como teratología del alma. Nos explicamos: una obra tan tardía como el Drácula -1897- de Bram Stocker (un productor teatral irlandés), por ejemplo, constituye bajo cierto aspecto un paralelismo perfecto en el género terrorífico de lo mismo que Emily Brontë había hecho justo cincuenta años antes para el género sentimental, melodramático, en Cumbres Borrascosas (1847, un año antes del fallecimiento de la autora): convertir el amor tomado en absoluto en fuente de perversidad, crueldad, brutalidad -en el caso del Heatcliff de Brontë-, y, en último extremo, de bestialidad y “Mal” sin ambages ni cortapisas puritanas –es el caso del famoso conde transilvano. Tanto en el uno como en el otro, el análisis de la patología amorosa inherente a los personajes les convierte paulatinamente en monstruos, y, justamente por ello, en héroes modélicos de este romanticismo novelesco, vulgar -desde la perspectiva romántica, Drácula es un héroe, de eso no cabe duda, e incluso más disculpable en su caída que el Heatcliff de la “adorable” Brontë. Su pecado, su culpabilidad, cuando éstas han sido animadas por el móvil (o cohartada) de un sentimiento supremo, son a la vez su excelencia, su carácter, su destino –y sólo el hombre romántico tiene destino: los demás no son más que rebaño que no merecen siquiera el sagrado sufrimiento que éste invariablemente padece. Y semejante caracterología podríamos encontrar en un amplio repertorio de autores pre- y hasta post- románticos, como son Gottfried Bürger (Balada de Lenore, de 1774), E.T.A. Hoffmann (1775-1822) -de cuyos relatos se sirvió Sigmund Freud para destilar la esencia psicológica de lo siniestro; no en vano Heine había afirmado ya antes que su novela Los elixires del diablo era “el libro que contiene las cosas más terribles y espantosas que pueda imaginar el espíritu humano”-, Choderlos de Laclos (Las Amistades Peligrosas, 1782; parodia del Richardson de Pamela, también epistolar, de 1740), el excesivo y gargantuesco William Beckford (Vathek, 1784, acerca de los vicios y brujerías de un sátrapa persa), el marques Donatien Alphonse François de Sade (Justina o los vicios de la virtud, sátira de la novela pedagógica dieciochesca, de 1791), Samuel Taylor Colerigde (Balada del viejo marinero, de 1798), su amigo y discípulo Thomas de Quincey (Confesiones de un inglés comedor de opio, de 1821, al que siguió, más de veinte años después, Suspiria de profundis), el entonces aclamado Charles Robert Maturin (Melmoth el errabundo, de 1820), los Hermanos Grimm (Cuentos fantásticos, en 1812-15), el polaco Jan Potocki (Manuscrito encontrado en Zaragoza, libros todos ellos distribuidos en bibliotecas circulantes frecuentadas asiduamente por, p.e., las hermanas Brontë), James Hogg (Las confesiones de un pecador arrepentido, de 1824), René de Chateaubriand (Memorias de Ultratumba de 1841, tras los roussonianos Atala y René), Walter Scott, incluso, que escribió unas Letters on Demonology and Witchcraft (Cartas sobre demonología y brujería) en 1830, La leyenda de Sleepy Hollow y Rip van Winkle, que son de Washington Irving (1783-1859)…y un larguísimo etcétera. El romanticismo vulgar, romancesco, aquel que pretende por cualquier medio, como dijo F. Schelegel, “idealizar, dar a lo vulgar la dignidad de lo desconocido, de lo enigmático…”, y que encierra en sí un potencial de popularización irresistible, aún perdura en nuestro tiempo gracias a la brillante refundición ulterior del género lograda por autores como Wilkie Collins (1824-89), íntimo amigo de Dickens, el cual puso orden y medida al exotismo desenfrenado y la bulimia de misterio pre-románticas primero con La dama de blanco, de 1860, y luego con La piedra lunar (1868, y haciendo un admirable uso de la multiplicación narrativa de los puntos de vista); el Robert Louis Stevenson de Ollala, Profanadores de cadáveres o de El extraño caso del doctor Jeckill y Mr. Hyde, de 1886, que se fundió andado el tiempo con el Al revés (“A revours”) de J.K. Huysmanns, de 1884, en El retrato de Dorian Gray de Óscar Wilde de 1890; el John Meade Falker -erudito que acabó dirigiendo empresa puntera de armamento-, de La flota de la luna, en 1898; el Ambrose Bierce (1842-1914) del Diccionario del diablo y los relatos de terror y guerra ambientados en la contienda de secesión norteamericana, el cual desapareció sin dejar rastro en México a los 72 años; el Henry James de Un rincón feliz o de Otra vuelta de tuerca, de 1898; el Joseph Conrad de El corazón de las tinieblas de 1902 o de El agente secreto de 1907; o, por detenernos en algún sitio, el Gilbert Keith Chesterton de El hombre que era jueves, de 1908 (en el cual, por cierto, y al igual que en sus restantes relatos y ensayos, el escritor riza el rizo del retruécano moral anteponiendo el sentido común a las veleidades románticas sin por ello renunciar a una estética crepuscular e incluso incorporando, aunque con el fin expreso de negarlo, un fino goticismo), y etcétera… ¿Se reconoce o no se reconoce ya la pauta?

 

Con el paso del tiempo, en resumidas cuentas, y ya entrados en el siglo XX, el relato novelesco va disociando los elementos más característicamente psicologizantes del romanticismo (y que pueden ser resumidos en esta frase del “realista” Henrik Ibsen: “La vida es una lucha contra los demonios del corazón y de la cabeza”), de aquellos otros sobrenaturales o exclusivamente fantásticos que dan en parar en el puro weird. Ejemplo de esto último fue la obra -prematuramente interrumpida, pero que ha dejado personajes de subgénero tan célebres como Conán– del norteamericano Robert E. Howard, pero, sobre todo –por su influencia, por su estrafalario magisterio, y por el modo en que compendia y da fin en sí mismo a esta psuedo-tradición-, la narrativa del también norteamericano Howard P. Lovecraft (un detalle curioso que une a estas dos figuras fue una enfermiza obsesión por sus respectivas madres, “filia” o compulsión que también compartía intensamente “Monk” Lewis). Lovecraft define el weird o literatura preternatural en Supernatural horror in literature de la siguiente abracadabrante manera: “esa esencia cristalina del miedo artístico que pertenece a la poesía”, y que, depurado del, a su juicio, deleznable factor psicológico humano (excepción hecha del sueño, al que se considera poco menos que órgano de percepción metafísica), constituye

 

“la única prueba de lo verdaderamente preternatural (…) saber si despierta o no en el lector un profundo sentimiento de pavor, y de haber entrado en contacto con esferas y poderes desconocidos; una actitud sutil de atención sobrecogida, como si fuese a oír el batir de unas alas tenebrosas, o el arañar de unas formas y entidades exteriores en el borde del universo conocido.”

 

 Asimismo, evocando la obra de Edgar Allan Poe, dice esto: “penetrando en cada uno de los horrores supurantes de esa burla pintada con colores alegres llamada existencia, y de esa mascarada solemne llamada pensamiento y sentimientos humanos, dicha visión tuvo el poder de proyectarse en cristalizaciones y trasmutaciones tenebrosamente mágicas”. En consecuencia…

 

“Para aquellos que gustan de especular sobre el futuro, el relato de horror sobrenatural proporciona un campo interesante. Combatido por una ola creciente de tedioso realismo, cínica petulancia y sofisticado desencanto, recibe el aliento, sin embargo, de una corriente paralela de misticismo cada vez mayor, debida tanto a la reacción cansada de los “ocultistas” y los defensores de los fundamentos religiosos frente a los descubrimientos materialistas, como a la estimulación del asombro y la fantasía a causa del ensanchamiento de las perspectivas y la ruptura de barreras que la moderna ciencia ha provocado (…)”

 

Por estos siniestros caminos, “novelesco” vino a identificarse para los lectores finiseculares o bien con el psicologismo a la manera de Conrad del hombre singular atormentado por los vericuetos del destino (sea en la novela histórica o en la realista), o bien con la fantasía pura y el onirismo prófugo de Arthur Machen (1860-1947), Lord Dunsany (1878-1957) o Lovecraft (y del que nacerá la vertiente sombría de la llamada ciencia-ficción, pongamos por caso el Ray Bradbury de Crónicas marcianas), siendo ambas tendencias nacidas de las llamas del hogar del romanticismo –o de un cierto “criptorománticismo”, por así decirlo- contra las que van a reaccionar, precisamente, con mayor o menor fuerza, los grandes vanguardistas de principios del pasado siglo. 

 

II- Sea  como fuere, después de Walpole, y descerrajado de esta suerte en la sien de la época el pistoletazo de salida del naciente romanticismo, el espíritu del siglo echa la mirada atrás con ira y descubre ya en el inmediato pasado otras manchas de aceite en la carretera del progreso, otros molestos signos de la corrosión en la confianza iluminista; sus nombres y apellidos son, en el campo de la pintura, Francisco de Goya (1746-1828), John Maillord Turner (1775-1851), Gaspar Friedrich (1774-1849), y Eugéne Delacroix (1798-1863); en literatura, el Abate Prévost del Manon Lescaut de 1731 en Francia, el J. W. von Goethe del Werther de 1774 en Alemania, las Noches lúgubres en 1792 de José Cadalso en España… Más, en términos generales, lo que se ha dado en llamar pre-romanticismo surgió en Alemania en 1770 de la mano del movimiento literario Sturm und Drang (“Tormenta y brío”) liderado por los Hermanos Schlegel, enseguida apoyado y fortalecido por la obra de teóricos y creadores de la talla de Friedrich Leopold, barón Von Hardenberg, apodado “Novalis” (1768-1834), Friedrich Gottlieb Klopstock (1724-1803) y su cenáculo poético, Friedrich Schleiermacher (1768-1834), Gottlob Fichte (1762-1814), Johann Georg Hamann, apodado “El mago del norte” (1730-1788), Johann Gottfried Herder (1744-1803), Friedrich Schiller (1759-1805), y contando, más atrás en el tiempo, con el respaldo teórico y práctico de un auténtico precursor, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), sin olvidar la extraordinaria contribución poética, gráfica y especulativa del mirífico visionario William Blake (1757-1827), pionero apóstol de una religión sin creyentes (o misticismo romántico) y diseñador gótico de la abadía de Westmister -de la cual realizó los dibujos-, moda arquitectónica rápidamente exportada a la sazón a países como Alemania y Francia.

Ahora bien: ¿Que se cocía en las mentes calenturientas de estos dignos caballeros –una auténtica pléyade de talentos sin par? Pues nada más y nada menos que un verdadero brainstormig -que dirían algunos hoy-, de creencias, pasiones y contradicciones, las cuales dieron lugar en su choque a la gran polisemia que encierra todavía hoy el término “romanticismo” –que, en principio, proviene sencillamente de roman, esto es: “novela” en sentido medieval. Mejor que nosotros nos lo explicará Robert Barnard, cuyas palabras iremos glosando sobre la marcha:

 

      \»Al lector actual le resulta fácil ver contra qué reaccionaban los poetas románticos; y a pesar de que su condena fue demasiado general, podemos comprender la crítica que les merecía la tradición neoclásica, agotada, baldía, reducida a la repetición y el mero cliché. Reaccionaron vigorosa y radicalmente contra las ideas dominantes de escritores y filósofos del siglo XVIII. Si sus predecesores veían al hombre como animal social, relacionado con su prójimo en una dinámica cotidiana, los románticos lo veían esencialmente en su estado de soledad, en comunicación consigo mismo. Si los clásicos enfatizaban los rasgos que comparten las personas, los intereses que los aúnan, los románticos hacían hincapié sobre los rasgos diferenciadores de cada individuo; alababan lo átipico, lo extraño, incluso; rendían culto al eremita, al marginado, al rebelde. Si para los clásicos la literatura representaba una actividad comunitaria, propensa a florecer en el entorno urbano, para los románticos era algo esencialmente solitario o, todo lo más, el encuentro entre dos almas desamparadas, inevitablemente vinculado a entornos abiertos y alejados de la ciudad (…)

 

En efecto, el peculiar “Yo soy el que soy” (Éxodo, 3:14) romántico no conoce más límites que los impuestos por la sublimidad de sus intuiciones, como hemos señalado antes. Se trata de lo que los primeros románticos alemanes denominaban Wetschmerz o “dolor del mundo”: el individuo encara el mundo como el caballero se enfrentaba a un malvado dragón, a fin de hacer cumplir en él o acaso fuera de él su destino, el cual coincide punto por punto con su libertad. El romántico es un dios caído; la vida, una pasión inútil –como más adelante señalará, generalizando a la totalidad de la condición humana, el existencialismo, otro criptoromanticismo– que se substancia en una lucha contra los demás, contra uno mismo y contra la inmisericorde fortuna, la cual termina de un modo u otro venciendo siempre (un extraño “humor” que hizo escribir a la novelista George Eliot en 1871 –Middlemarch cap. LXIV-: “Algunos caballeros han hecho una extraordinaria figura en el mundo literario convirtiendo el general descontento con el universo en una trampa de monotonía en donde sus almas grandes han caído por error; pero la sensación de un yo maravilloso y de un mundo insignificante puede tener sus consuelos”). Esta actitud les lleva a un gran confusionismo –a veces, autoengaño-, en lo que se refiere a ideario literario y también político:

 

 “La primera generación había abrazado con entusiasmo las aspiraciones de los primeros años de la Revolución Francesa: \»Fue una bendición estar vivo en este despertar\», decía Wordsworth. La generación más joven, sobre todo Shelley y Byron, estaba estrechamente unida a grupos radicales, muy perseguidos en Inglaterra, y apoyaban los movimientos nacionalistas de quienes se oponían a las chirriantes tiranías que se habían reinstaurado por toda Europa tras la caída de Napoleón. Ser radical para ellos representaba con frecuencia una postura vaga, utópica, más cargada de idealismo que de espíritu práctico, lo cual entraba en conflicto con su experiencia real. Las historias del matrimonio de Colerigde y de la segunda fuga de Shelley están ya inscritas en los libros de la alta comedia humana, y por la actuación que tuvieron Robert Southey (1774-1843) en el primer caso y William Godwin (1756-1836) en el segundo, podemos comprobar que el doble rasero no es patrimonio exclusivo de las clases conservadoras. Con todo, cuando esta radicalidad  nos muestra su lado más positivo, cuando, por ejemplo, leemos en England in 1829, obra en la que Shelley expresa su más profundo desprecio por las instituciones políticas del Estado, o cuando vemos el entusiasmo con que Byron contempla la idea de Grecia, comprobamos que esta postura recorre la poesía romántica como brisa fresca en un museo.\» 

 

Sin embargo, desde la derrota de Napoleón, el anterior apasionamiento romántico por la revolución es sustituido por una extensión del interés -ya visto- por el arte y arquitectura “góticos”, al que se suma un fervor reverencial sin precedentes en el dieciocho tanto por las pompas y las obras de la iglesia católica romana como por la restauración borbónica, como pronto pudo comprobarse en textos como las Efusiones cordiales de Tieck-Wackenroder. Novalis, por su parte, en La cristiandad o Europa de 1799, propone volver a la unidad de la cristiandad anterior a la ruptura luterana, y combatir por tanto a fondo las nuevas ideas introducidas por la revolución francesa, predica que conoció inmediatamente un fuerte impacto en tanto que, como efecto de ella, F. Schlegel, sin ir más lejos, se convirtió al catolicismo en 1808 (a la difusión del libro de Novalis se debe la idea de que sólo un católico puede ser un gran pintor, ya que ésta es la única religión que permite penetrar la esencia íntima del arte, que es, no obstante, esencialmente intemporal). Al tiempo, comienzan a explorarse, pues, las posibilidades estéticas de lo popular y de lo exótico (el jóven Goethe dedicaba su tiempo a la compilación de leyendas y poemas populares alemanes), así como de las literaturas extranjeras -es el momento de glorificación de Shakespeare, del Siglo de Oro español, de Dante, etc…-, de cierta literatura antigua y de los modos orientales.

 

“El mundo medieval y el renacentista gozaran de particular simpatía (nos resultaría difícil citar más de tres o cuatro óperas románticas que no estén ambientadas en ninguno de estos dos periodos), pero los autores podían moverse en ámbitos mucho más lejanos, el feudo de Kubla Khan en Asia Central, o la India de las narraciones vagamente hindúes de Robert Southey (más vagas que las hindúes). En estos ambientes parecía que la vida era más peligrosa y que la personalidad individual quedaba por ello mejor definida; la existencia tenía su afán, su riesgo, algo que faltaba en la Europa decimonónica. Allí también se podía dejar rienda suelta a lo sobrenatural: a brujas, maldiciones, visiones y profecías, sin levantar demasiada polémica sobre la falta de congruencia. La fascinación que ejercían las cuestiones no-racionales resultaron altamente rentables (…) Utilizadas con discreción, como hacía, por ejemplo, Walter Scott, abrían nuevas sendas para la ficción, el drama y la poesía”

 

El romanticismo se convierte, así, tras el desencanto político, en una literatura creada y asimilada de puertas adentro, es decir, meramente una estética o una poética, en la que no se concibe ya más libertad activa que la de la fantasía creadora, perdiéndose en el proceso aquel sentido errático de heroísmo cósmico y mundanal que aún calentaba los corazones de los primeros románticos (O, si no, de puertas afuera, en exaltación nacionalista -abriendo, dicho sea de paso, una profunda y duradera brecha en el cosmopolistismo iluminista-, como la que movió a Vittorio Alfieri (1749-1803), poeta patriótico italiano, a provocar con sus versos y acciones el ansia independentista italiana –Risorgimiento-, pero eso es ya otra historia…) 

 

“En soledad, en comunión con el universo natural, el hombre puede poner en práctica la más valiosa de sus facultades: la imaginación. \»Este mundo de la imaginación es el mundo de la Eternidad; es el regazo divino\», escribía William Blake. Mientras que la inteligencia falla, resulta limitada, la imaginación nos permite abrirnos a las fuerzas eternas, a todo el mundo espiritual. Los románticos se sentían fascinados por la capacidad imaginativa y revaluaron los conceptos de espontaneidad, inspiración y otros similares. En general podemos decir que celebraron el infinito potencial de la mente humana y estudiaron de qué manera se podía penetrar en los niveles subconscientes; cosas como los sueños, la droga, la locura, la hipnosis o la traslación del pensamiento ocupan un lugar preferente en la visión que los románticos se forjan de la vida, algo que el siglo dieciocho habría considerado enfermizo, insostenible, sencillamente absurdo (…)”

 

Fiódor Dostoievski (1821-1881) lo escribió en carta a su hermano a los 17 años: es necesario volverse completamente loco para luego tornarse debidamente cuerdo, o lo que es lo mismo: provisto de una cordura superior en la plenitud de las facultades humanas. Y para ello la imaginación juega el papel primordial: ella encarna ahora la libertad. Poco a poco, la estética se va haciendo intercambiable con la ética siempre que la confusión entre ambas permanezca confinada a los límites de la vida íntima. La vida como obra de arte, es una divisa que va cambiando gradualmente su centro de gravedad o su acento vital desde “vida” hasta “arte”. Peregrinaciones de Franz Sterbald, de Ludwig Tieck, en 1898, es la primera “novela de artista” -es decir: donde los conflictos del desarrollo del artista mismo se convierten en materia de la novela-, por sobre la mera “novela de formación” goethiana. De esta suerte es como la originalidad en la invención estética así como en la invención de uno mismo -el dandysmo– se convierte en la máxima aspiración a la vez que el criterio más alto de valor del romántico. Es una literatura, un modo de vida, surcado de “efectos especiales”, por decirlo así, generados desde una estética anómica, servida al gusto de la personalidad creadora: “(…) pero la poesía romántica está en formación, sí, esta es su esencial característica: que sólo puede ser eternamente algo en gestación, y nunca será algo acabado”, quedo escrito en la revista “Athenäum” de Friedrich von Schlegel. Y lo suscribe con estas paradójicas palabras el infortunado vate John Keats (1795-1821), en carta del 27-octubre de 1818:

 

“El poeta es la más “apoética” de las cosas existentes, porque carece de identidad, vive en un continuo intento de llenar otro cuerpo cualquiera: el Sol, la Luna, el Mar y los hombres y las mujeres, que son criaturas de impulso, son por tanto poéticas y existe en ellas algo de inmutable. Pero el poeta no, carece de este tipo de identidad; es ciertamente por ello la más apoética de las criaturas de Dios”

 

Se conforma de este modo una manera de romanticismo esencialmente filosófico y poético, de impronta roussoniana, que inicialmente no contrasta demasiado con al romanticismo novelesco que hemos estudiado antes, pero cuyas diferencias se irán agrandando con el paso de los años. En cuanto al conocimiento de los antiguos, relegados (no así Homero, naturalmente) de la consideración romántica a causa de la creciente estima de la Edad Media, destaca la recuperación de la lectura del misterioso crítico Longino (¿s.I o III d.C?), de cuyo tratado Sobre lo sublime no existen referencias  ciertas hasta 1554, y del cual dejo dicho Menéndez Pelayo (en Historia ideas estéticas, Buenos Aires) que \»la crítica parece vocación religiosa\». Para Longino, en efecto, lo sublime es “un no se qué de perfección soberana” que produce el entusiasmo en el espectador o lector, a resultas de cuya indefinición se obtiene una estética muy romántica por extremada, hiperbólica e incluso extática, pero también muy sugerente por cuanto se interesa por el punto de vista del lector. “Y es que el arte alcanza un punto culminante cuando da la impresión de pura naturalidad, y la naturalidad, a su vez, consigue su plena perfección cuando, imperceptiblemente, encierra los principios del arte”, escribe Longino (XXII, 1). Sublimes le parecieron bajo este criterio al romántico las producciones del que fue calificado como “el Homero celta”, un tal Ossian, bardo inmemorial y primigenio, el gran descubrimiento de la literatura popular germana contemporánea hasta que se averigüo -hasta Goethe se lo había tragado- que resultaba ser un mixtificación épica del poeta gaélico James Macpherson perpetrada en el decenio de 1760 (estafa semejante indujo el hallazgo de los poemas del s. XV de un tal Thomas Rowley, en realidad un hábil quinceañero de Bristol llamado Thomas Chatterton, nacido en 1752 y muerto poco después en 1770). El campo estaba, pues, abonado para la polémica cultural y, consecuentemente, para la aparición de sucesivos intentos de fundar una teoría estética independiente sobre la base de las doctrinas acerca de la belleza de Inmanuel Kant (1724-1804) y Arthur Schopenhauer (1788-1860), por encima de la ensayada en el s. XVIII por Alexander Baumgarten (1714-1762). Una polémica que tenía también, como habría augurado Marx, una proyección social y política. Escribe a este respecto Alfred De Musset en Las confesiones de un hijo del siglo (editado por Alfaguara):

 

\»Desde entonces se formaron, como si dijéramos, dos campos: por un lado, los espíritus exaltados, doloridos, todas las almas expansivas que anhelan el infinito, inclinaron sus cabezas llorando; se envolvieron en sueños enfermizos, y en este océano de amargura no se vieron más que unos frágiles tallos. Por otro lado, los hombres de carne permanecieron en pie, inflexibles, en medio de los goces positivos, sin más preocupación que la de contar el dinero que tenían. Un sollozo y una carcajada; aquél procedente del alma, ésta, del cuerpo\»

 

Y Theodoro de Banville (1823-1891) precisa en sus Odas funambuléscas de 1857:

 

Burgués -en el lenguaje de los románticos- era el hombre que no rendía culto más que a las piezas de cinco francos, que no tenía más ideal que la conservación de su pellejo y que, en la poesía, amaba únicamente la romanza sentimental y, en las artes plásticas, la litografía en colores\».

 

Entonces el romanticismo, por influencia de JJ Rousseau o de George Sand (1804-1876) -que habían hecho del amor la suprema moralidad- vuelca su interés hacia aquellos reductos adonde no alcanza la sombra del buen burgués. De esta manera, decide una vez más enamorarse, a partes iguales, del Amor mismo (supremo, eterno: \»Es el amor, y no la metafísica alemana, lo que mueve el mundo\», hizo decir más tarde Óscar Wilde a un personaje de sus dramas), y de la Naturaleza (estilizada, virginal, prístina: la naturaleza en la que habita el “buen salvaje” dieciochesco):

 

“En la imaginación poética el mundo natural pasa a ocupar una primera posición; proporciona los temas principales; se convierte en un importante arsenal simbólico e incluso se infiltra en los ensayos teóricos. Lógicamente no todos los poetas le dan el mismo significado a esta cuestión. William Wordsworth (1770-1850) es el que se encuentra más próximo a la naturaleza, aunque frente a ella no se sitúe esencialmente como observador (su propia hermana Dorothy observa con mayor agudeza la misma situación, como demuestra en sus Journals); a través de Wordsworth el mundo natural se siente, se conoce; para él representa una necesidad emocional, la base de su vida espiritual. Shelley y Keats no penetran tanto en la naturaleza; el objeto natural tiende a servirles de excusa para sus reflexiones filosóficas, sociales o personales. Para Byron la naturaleza es un magnifico escenario que saca de él sus mejores gestos.

Con todo, fue precisamente la idea que Wordsworth tenía del mundo natural lo que hizo cambiar en gran medida la sensibilidad de la gente. Según él, la naturaleza es fuente de claridad mental y de comprensión espiritual; pozo de sabiduría, puente que se tiende entre el hombre y Dios. Estas ideas eran más fáciles de divulgar en paisajes agrestes y abiertos, como el inglés, que en países de junglas y desiertos, pongamos por caso. En el siglo XX Aldous Huxley hablaba de la imposibilidad de leer a Wordworth en el trópico. La majestuosidad natural era ahora cuestión de perspectivas; esta imagen de Dios dejaba atrás cualquiera de las que había creado Miguel Angel. Cuando Shelley ante el Mont Blanc se inscribía en los hoteles en los que se hospedaba como \»demócrata, filántropo y ateo\» de profesión, estaba ofendiendo a las generaciones de turistas que llegaron después: ¡proclamarse ateo en ese lugar! (…)

 

La cosecha de este romanticismo filosófíco-poético, en cualquier caso, y tomada globalmente, es sumamente notable: además de los ya mencionados, el italiano Giacomo Leopardi (1798-1837), que muere el mismo año que Alessandr Pushkin (1799-1837), ruso descendiente del linaje de un eslavo africano que halla su fin en un duelo; André Chernier (1762-94) en la Francia revolucionaria y las Meditaciones de Alphonse de Lamartine (1790-1869) en 1820; Heinrich von Kleist (1777-1811), Heinrich Heine (1797-1856), o H. Cristian Andersen (sus Cuentos infantiles son de 1844), en Alemania; Robert Browing (1812-89), rival del poeta laureado británico Alfred Tennyson y marido de Elizabeth Barrett (1806-61), compone Childe Roland to the dark Tower Came; también en Inglaterra, el prerrafaelismo literario se estrena en El mercado de los duendes de Cristina Rossetti (1830-1894) con gran éxito, y aparecen furtivamente los primeros poemas breves de Emily Dickinson (1830-86); en España, pese a las censuras de Fernando VII, se conoce una edad de oro algo tardía del romanticismo, con Martínez de la Rosa (1787-1862), el Duque de Rivas (1791-1865), José Espronceda (1808-1842; El estudiante de Salamanca fue publicado en 1840, periodo de plenitud del romanticismo español), Mariano José de Larra (su entierro en 1836 fue todo un acontecimiento), la Renaixença catalana (Oda la Patria de Carles Aribau, 1833) y el Don Juan Tenorio de José Zorrila (1818-1893) en 1844. El pianista polaco Frédéric Chopin se establece en París en 1831, conoce a George Sand (pseudonimo de Aurore Dupin), y con ella viaja a Mallorca a curarse de la tuberculosis en 1838. Después, el post-romanticismo español más amanerado y burlón de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), Ramon de Campoamor (1817-1901), el satírico Gaspar Nuñez de Arce (1834-1903) y, pisando ya el umbral del siglo XX, José Echegaray (1832-1916) –Benito Pérez Galdós ofrece vivo retrato de los modos y prácticas de la literatura de la época en el “episodio nacional” titulado La estafeta romántica.

 

        III- Cuentan fuentes fidedignas que cuando Edgar Allan Poe (1809-1848) deambulaba inquieto y mohíno por la calles de Boston, Filadelfia, Baltimore u otras de las muchas ciudades norteamericanas en las que residió, los niños se acercaban presurosos a él y le chillaban alborotados \»nevermore\», el pie de verso que había popularizado poco antes en el lúgubre poema El Cuervo -“The Raven”-, y cuya lectura pública supuso el mayor éxito de su carrera como escritor de ficción. Entonces Poe se daba la vuelta con gesto fingidamente amenazador y, agitando sus brazos hacia el corrillo de chiquillos como si fuese la estremecedora ave de su famosa composición, accionaba a diestro y siniestro con rostro feroz para gran alborozo de los rapazuelos que echaban a correr riendo como ahuyentados por la grotesca silueta de un patético demonio. Vaya por delante esta pequeña pero simpática anécdota para capear antes de nada el vendaval de malditismo, espeluzno y negra tenebrosidad que acompaña como una sombra la figura de Poe por culpa de la leyenda romántica adherida al efecto de sus geniales relatos. Su vida fue ciertamente triste, angustiada, mísera y cuajada de terribles desgracias -como se sabe, prácticamente todos sus seres queridos fueron cayendo como moscas a causa de la tuberculosis-, pero nada de eso nos da razón para cubrirle con un manto de inhumanidad teratológica y menos aún para abrir sobre él cualquier clase de expediente psiquiátrico. Prueba de ello son sus muchos ensayos, artículos y escritos de variada índole donde Poe razona con cordura y diligencia acerca de lo humano y lo divino, los cuales demuestran que puede sacarse también alguna enseñanza estética o histórica del maestro del escalofrío. En el más difundido de ellos, el ensayo Filosofía de la composición, Poe había analizado El Cuervo bajo el criterio del efectismo puramente cerebral y sensorial producido por la disposición fonética y semántica del poema. Charles Baudelaire (1821-1867) recogió entusiasmado la idea: la Belleza es un efecto, no una esencia ni una cualidad, bueno para transportar del spleen al éxtasis y sumergir al poeta en un abismo –gouffre, escribía el francés- innombrable y delicioso. El Simbolismo, que es la estética resultante de ello (y cuyos predecesores en Francia son principalmente Gérard de Nerval -1808-1855-, y, al menos en una primera etapa, Victor Hugo, afirmando la aptitud del poeta como vidente), ocuparía el espacio que va desde la crisis del romanticismo hasta bien entrado el s. XX, agudizando ad nauseam las pulsiones más herméticas y paralizantes de aquel –esto es: sus paraísos trucados, así como los falsos fuegos fatuos y el teatral olor a azufre desprendido por sus infiernos artificiales…

 

No obstante, existían causas históricas subyacentes: en 1848, la burguesía francesa ya no reconocía el derecho a la \»resistencia a la opresión\», y, así, en 1851, la Guarda Nacional francesa, supuesta depositaria de la tradición liberadora de 1789, causo una espantosa y memorable masacre entre los trabajadores que desvaneció definitivamente la confianza en la herencia ilustrada de los nuevos poderes fácticos. Pero la crisis era ya anterior: cogido en una tenaza cuyas pinzas eran la École du Bon Sens (Escuela del buen sentido) de los años 30, por un lado, y el arte para la educación cívica –promovido por los socialistas utilitarios-, por el otro, la poética insurrecta del lirismo oscuro y urbano (\»Hormigueante ciudad, ciudad llena de sueños\») encabezada por Baudelaire mueve a Jean Morèas a redactar el “Manifiesto Simbolista” en la revista Figgaro litteraire, donde se ataca igualmente la novela naturalista en boga y el romanticismo de los abuelos en pro de una bohemia artística sin más esperanza que la de abrir las puertas -y aún esto ocasionalmente-, al inframundo del genio. El Dandy, en efecto, no abriga tan siquiera demasiadas esperanzas de reconocimiento presente o futuro; el dandysmo consiste, de hecho, en hacer de la necesidad virtud y mediante un ingenioso subterfugio atribuir a la propia altivez lo que es una situación de facto: la de su propia e inevitable marginalidad social. De este modo, a los salones del romanticismo suceden los cafés bohemios de la Rive Gauche, donde se consume desmedidamente el hada verde -la absenta-, las cofradías poéticas gustan de autobautizarse con nombres colectivos a  cual más epatante, y la plática gira en torno a las bondades del fracaso, los encantos del mal y la inmoralidad o supramoralidad del arte. A este respecto escribe Baudelaire en Mon coeur mis à nu:

 

\»Todos los imbeciles de la burguesia que pronuncian las palabras \»Inmoral, inmoralidad, moralidad en el arte\» y demás tonterias me recuerdan a Louise Villedeu, una puta de a cinco francos que una vez me acompaño al Louvre, donde no había estado nunca, empezó a sonrojarse y a taparse la cara, y tirándome a cada momento de la manga me preguntaba antes las estatuas y los cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias (…) La voluptousidad única y suprema reside en la certeza de hacer el mal. El hombre y la mujer saben de nacimiento que en el mal se halla toda la voluptousidad (…) Aquella noche de melancolía y caridad; voluptousidad saturada de dolor y remordimiento\»

 

          “¿Arte puro o arte útil?”: así se formula, en términos generales, la controversia estética de la época. Ese romanticismo postrero o criptoromanticismo que ha sido agrupado bajo la rubrica general de “simbolismo” lo tiene muy claro: Théophile Gautier, por ejemplo, defiende ex abrupto el arte por -o para– el arte en el prefacio a Mademoiselle de Maupin (1835):

 

\»No, imbéciles; no, cretinos y bociosos: un libro no sirve para hacer sopa de gelatina; una novela no es un par de botas sin costuras…Por los bandullos de todos los papas pasados, presentes y futuros, ¡no y doscientas mil veces no!…Soy de aquellos para quienes lo superfluo es necesario; mi amor por las cosas y las personas es inversamente proporcional a los servicios que me prestan.”

 

\»El lugar más útil de la casa es el retrete”, escribe poco más adelante Gauthier. “Y el Romanticismo –escribió mucho después Ortega y Gasset– es la Adoración perpetua. Por eso en su última forma, en la generación de Baudelaire, es la adoración inversa: la blasfemia. En 1850, en Europa se practicaba la literatura blasfematoria.” (Buscando un Goethe desde dentro). Paul Verlaine (1844-1896), sin embargo, crea una poesía indefinida, tenue, delicada, naïveté, que trata  de llevar a efecto una recreación -idealizada, escenografiada- del mundo moral y estético del periodo anterior al romanticismo, el del rococó de la Regencia (una Grecia francesa, lo denominará Ruben Darío, sintetizando con esta expresión el paganismo heleno con la suntuosidad de periodo augusto francés). Para Verlaine es mejor suscitar que expresar; el secreto de su poesía, según Paul Valéry (1871-1945), consiste en conseguir \»una vacilación entre el sonido y el sentido\» cuyos ecos resonarán todavía en el modernismo hispano. En 1883 publico la importante antología Poètes Maudits (“Poetas malditos”), en la cual figuraba ya su amigo, amante y victimario Arthur Rimbaud (1854-1891), poeta en estado salvaje que fue resucitado más tarde junto con Lautréamont por los surrealistas. Pero si la vida de Rimbaud fue el paradigma del poeta rebelde, fue sin duda la obra de Stéphan Mallarmé (1842-1898) el ejemplo mayor del esfuerzo intelectual consciente. \»Todo, en el mundo, existe para ir a parar a un libro”, escribió en Le livre, instrument spirituel. Su intención expresa fue la de restituir \»un sentido más puro a las palabras de la tribu”, puesto que la lengua literaria sólo designa a la institución literaria misma, y obtener con ello la \»desaparición elocutoria del poeta\»… Todo lo cual estaba para él orientado hacia el fin de convertir el texto poético en un microcosmos estético en el que sonidos, imágenes y sensaciones se combinan fuera de cualquier secuencia temporal sin que el lector pueda desentrañar el argumento o asunto del poema. \»La poesía es la expresión mediante el lenguaje humano llevado a su ritmo esencial, del sentido misterioso de los aspectos de la existencia: dota así de autenticidad a nuestra estancia y constituye la única tarea espiritual\» -no hay que olvidar que Mallarmé era un asiduo lector de Hegel. También Theopile Gautier afirmo: \»Hay en la palabra, en el verbo, algo de sagrado que nos prohibe hacer de él un juego de azar. Manejar con sapiencia una lengua es practicar una especie de brujería evocativa\». Ut musica poiesis: hasta entonces la poesía había sido desde antiguo analogada con la pintura; ahora es la música (“La inocencia criminal, la oscuridad terrible, ambigua como un oráculo, de la música\», dijo Wackenroder), a partir de la publicación de la Revue Wagnérienne en 1885, la que va a ocupar ese puesto simbólico. (De hecho, cuando Debussy comunico al poeta su intención de poner música a L´Après-midi d´un Faune, Mallarmé replico: \»Creía que ya había hecho yo eso\»). Puede apreciarse que el todo conjunto de la aspiración simbolista tiene algo de loco ensueño, de delirio sacrílego y sobrehumano (Mallarmé dijo a Valéry al mostrarle éste el Coup de Dés: \»¿No cree usted que es un acto de demencia?\»), pero, pese a todo, no puede negarse que Le Bateau Ivre de Rimbaud, el Tombeau d´Edgar Poe de Mallarmé o La Jeune Parque de Verlaine son a un tiempo geniales poemas y formidables reflexiones sobre la poesía. En cuanto a la vida ordinaria, ese burdo embutido engullido indiscriminadamente por el vulgo, oigamos a la opinión de Villiers d´Isle-Adam (en Axel,1890):

 

“¿Vivir? No. Nuestra existencia se ha colmado, y la copa se desborda… Reconócelo, Sara: hemos destruido en nuestros extraños corazones el amor por la vida, y hemos convertido nuestras almas en Realidad. Acepta que, en adelante vivir sería sólo un sacrilegio hacia nosotros mismos. ¿Vivir? Nuestros criados se ocuparán de ello por nosotros.”

 

Se trata, en fin, de una “deshumanización” del arte”, como diría después Ortega y Gasset, de un culto al lenguaje purificado en analogía con la música, de esa “especie de brujería evocativa” que mencionaba Gauthier, a la que se alienearon nombres como los de Leconte de Lisle (1818-94), Jules Laforgue (1860-87), Isidore Ducasse desde Montevideo, autonombrado conde de Lautréamont, con sus Chants de Maldodor, de 1890, la dramaturgia expresionista de Henrik Ibsen (1828-1906) y August Strindberg (1849-1912), noruego y sueco respectivamente, surgida en la década de 1880, Paul Claudel (1868-1955), Maurice Maeterlinck (1862-1949), autor de Pelléas et Mélisande y premio Nobel en 1911, Rainer M. Rilke (1875-1926), Ruben Dario (1867-1916), Leopoldo Lugones (1874-1938), e incluso nuestros Ramón María de Valle-Inclán (1866-1936) y Juan Ramón Jimenez (1881-1958) -algunos incluyen en esta galaxia a André Gide (1869-1951) y Marcel Proust (1871-1922). Modernismo, Decadentismo, Parnasianismo, Poesía pura… Son otros tantos avatares del temperamento simbolista, un temperamento forjado, una vez más, en feroz oposición a la moral utilitaria del burgués (ese espantajo de mediocridad que blandía todo artista finisecular como pretexto para convertirse él mismo en un nuevo espantajo, pero, eso sí, favorito de las musas…), anejo a un desprecio por el calificado como taedium o fastidium de la vida ordinaria compartido las primeras décadas del siglo XX por el Expresionismo, el psicoanálisis de Sigmund Freud (1856-1939) o Carl Gustav Jung (1875-1961), el Formalismo ruso (que lleva prendido en las fibras de su ser el simbolismo que dice rechazar: ostranerie –extrañamiento- es el nombre de su peculiar spleen), el Dadaismo, el Surrealismo, el Existencialismo de postguerra, la novelística del premio Nobel Hermann Hesse (1877-1962), el movimiento Beatnick… (Y si el lector nos ha seguido hasta aquí, podrá encontrarlo hoy en numerosos producciones actuales: se trata únicamente de buscar, como hizo Gras Balaguer, al romanticismo como un estado del alma que se manifiesta en obras de arte, y no tanto como un movimiento circunscrito a unos lugares y unos tiempos característicos, aunque principiara en ellos).

 

Muchas son las caras del romanticismo, como hemos visto, y no todas enteramente conscientes de si mismas. Para concluir, diremos que nos parece justa la apreciación de Thomas Mann (autor, no lo olvidemos, de La Muerte en Venecia y Doktor Faustus), cuando expresa

 

 “….Pues lo romántico es la canción de la nostalgia que anhela lo pasado, la canción mágica de la muerte”,

 

aunque encontramos también valiosa la recuperación de un cierto ideal de heroísmo y de honor personales (ya presente en el siglo Barroco, cuando no de mera excepcionalidad y altura espiritual) para tiempos de homogeinización y efervescencia de las masas como fueron los de la primera revolución industrial. Romanticismo también es la exploración de la insoportable raíz común del malestar y de la belleza, y la complementaria inyección de un acusado escepticismo con respecto a los ideales del progreso –“Las cosas de las que uno esta completamente seguro nunca son verdad. Esa es la fatalidad de la fe y la lección del romanticismo”, escribe Óscar Wilde en 1890. Una incredulidad que se quedo en buscar, mediante los sueños, las drogas y el sortilegio de la escritura, espadas en el cielo, flores en el infierno –the Swords of Heaven, the Flowers of Hell.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Tal fue la magnitud del impacto de la novelistica de Radcliffe (o, en menor medida, de, por ejemplo, una Clara Revees), que la escritora inglesa Jane Austen (1775-1817), dedicó precisamente su primera novela, La Abadia de Northanger, a parodiar el estilo y la temática de aquella. Después, el arte de la señorita Austen tomaría los muy distintos derroteros –galantes, costumbristas-, por los que es mundialmente conocida, pero, de cualquier manera, queda evidenciado por su ejemplo que fueron los castillos, abadías o mansiones (toda suerte de emplazamientos apartados de la vida civil) y su entorno, los verdaderos protagonistas del goticismo literario, independientemente de su menor o mayor vinculación a una visión del universo medieval frecuentemente deficiente, caricaturesca o sencillamente deformada y/o forzada.

 

Lewis fue también intermediario en Weimar, donde conoció de cerca a Goethe y al Sturm and Drang, estableciendo así un puente entre las letras inglesas y las especulaciones románticas alemanas. Por su parte, el episodio de Villa Diodati ha sido magistralmente recreado en celuloide por Gonzalo Suarez en la película de 1988 Remando al viento, un documento realmente imprescindible (no por su fidelidad a los hechos históricos, naturalmente, pues se trata de una ficción -aunque mucha de la fraseología y actitudes de los protagonistas están directamente tomadas del anecdotario de la época-, pero sí, sin duda, por su espíritu).

 

La presunta “escritura automática” de Walpole a la que aludimos consistía en piezas breves improvisadas para su hija y publicadas en castellano bajo el título Cuentos Jeroglificos, en Alianza LB 1719, una edición precedida y sucedida de unos provechosos prologo y epilogo respectivamente de Luis Alberto de Cuenca, donde se describen pormenorizádamente y con gusto estas curiosas filiaciones, y de cuyas eruditas incursiones hemos extraído gran parte de nuestra información. El castillo de Otranto, junto con Los Misterios de Udolfo (1894) de A. Radcliffe, El Monje de Mathew Lewis, o Melmoth el errabundo de Maturin pueden encontrase en ediciones de la vieja Bruguera o también de la actual Valdemar.

 

El término, a menudo castellanizado como “splin”, procede de la obra Los spleen de París de Charles Baudelaire, publicada en Alianza LB. (Para penetrar el clima de su exacta significación, mirar más abajo, en el apartado dedicado a los simbolistas). Fue en la mansión de Strawberry Hill donde Walpole, según testimonio suyo, sufrió la pesadilla de la que broto la concepción general de su novela –la creencia en la magia de los sueños es otro de los rasgos sobresalientes de esta corriente, como apuntaremos después.

 

El mismo espíritu rezuma en la película Harold y Maude de 1971, pese al inevitable americanismo del final.

 

Aunque, naturalmente, su substancia sean burdas interpretaciones morales producidas por el estado de cosas puritano. Es el caso -más matizado e internalizado, pero producto en este aspecto de circunstancias peores– posterior de El extraño caso del Doctor Jeckyll y Mr. Hyde de Stevenson, ese vaivén entre regodearse en el pecado y los subsiguientes aspavientos de arrepentimiento que tanto juego han dado y siguen dando a las mencionadas subculturas underground -incluído el cine e Internet- de nuestro tiempo.

 

También en la opera, los libretos de Zeno y Metastasio, las adaptaciones de Shakespeare, o el libro de Las escenas de la vida bohemia de Henri Murger que está a la base de sendos textos de La boheme de Puccini y de Leoncavallo, representan momentos de la popularización de este romanticismo bronco, folletinesco (asímismo, la Sinfonía Fantástica de Hector Berlioz compuesta en 1830 recrea las fantasías producidas por los efectos del opio de un escritor frustrado, y corría por aquel entonces el rumor acerca de la connivencia con el diablo del violinista Niccolo Paganini). A este respecto, destaca la pulcra labor del libretista de Mozart, Lorenzo da Ponte, cuya jugosa Autobiografía no puede dejar de leerse sin grave desdoro.

 

Grandes figuras como Henry James, Arthur Conan Doyle, y el propio Joseph Conrad, escribieron en algún momento, cada uno a su manera, cuentos cercanos al miedo y el horror, tal vez por afición o tal vez por servidumbre a la moda, pero, sobre todo, por ser un género que, bien manejado, entendían que podía tornarse un instrumento desacostumbrado de exploración del alma humana. Conrad, mismamente, escribió (El alma del guerrero): “Solía razonar acerca de la conducta de las personas como si el ser humano fuese una figura tan simple como, por ejemplo, dos palos cruzados el uno sobre el otro; cuando de hecho el hombre se parece mucho más al mar, cuyos movimientos son demasiado complicados para que nadie pueda explicarlos, y de cuyas profundidades puede surgir Dios sabe qué en cualquier momento.” No poco romanticismo (y mucho de sentido novelesco, que venía en estos años a ser lo mismo) late todavía en esta declaración, como se ve.

 

Traducido al castellano como El horror en la literatura, en Alianza LB 1002. A propósito de Lovecraft incluimos en extensa nota, por su interés filosófíco (de filosofía-ficción, se entiende), un breve reseña de nuestra cosecha acerca del pintoresco personaje realizada antes de la actual publicación de su monumental biografía acometida por L. Sprangue Le Camp y editada en Valdemar (o el ensayo de Houllebecq en Siruela):

 

En los comentarios del propio Goya al famoso aguafuerte El sueño de la razón produce monstruos,  conservadas en manuscrito en la Biblioteca Nacional puede leerse: “…cuando los hombres no oyen el grito de la razón, todo se vuelve visiones”. Suponiendo que albergase algún propósito de ser descifrada en la posteridad, mediante esta nota Goya quiso decirnos, tal vez (o decirse, ¿quién sabe?, tan solo a si mismo), que en la deserción o derrota de la diosa Razón, su puesto no queda nunca vacante ni la capacidad del hombre de entronizar sus propios ídolos de barro es, así,  neutralizada o anulada de un solo plumazo. Muy al contrario, la actividad de las facultades imaginativas humanas continua frenéticamente su curso y, ahora ya sin obstáculos a la vista, el lugar vigilante de la Razón vienen a ocuparlo, a veces, monstruos… De hecho, en la imaginería visual del famoso grabado goyiano (pues, aunque  “goyesco” sería el adjetivo adecuado, éste esta ya tipificado para escenas madrileñas de majas y manolos de aquel tiempo), el critico Ramón Alcalá ve como los monstruos surgidos de las tinieblas aguardan la caída en el sueño del hombre de la casaca para empuñar su pluma y dejar sobre el pliego abierto sus funestos auspicios.

De igual modo, Howard Philips Lovecraft, nacido en Providence en 1870 y fallecido en “extrañas circunstancias” -además de pobre, soltero y prácticamente en el anonimato- en Rhode Island poco antes de la II guerra mundial, conocido como escritor de género de dudosa calidad (pero de rica descendencia literaria y espiritual), creía por su parte también él en el poder de los sueños para alumbrar viles criaturas del inframundo perfectamente capaces de apoderarse de la pluma del hombre para arañar con ella en la trama de su destino la cifra de sus peores pesadillas. Solo que, a diferencia del maestro de las pinturas negras, este nigromante de las letras norteamericanas, sumo sacerdote de la narrativa de horror del s. XX…¡cometía el sacrilegio de cedérsela gustoso! Los relatos de Lovecraft, en efecto -usualmente en forma de cuentos breves: “tales” es la palabra inglesa apropiada-, no son en si demasiado originales en lo que se refiere a los ingredientes terroríficos que conforman sus argumentos, pero lo son más, en cambio, en cuanto a la distribución y el acento que acertó a poner en ellos, agrupándolos en conjuntos vagamente relacionados que han dado en llamarse “ciclos”. En cualquiera de los “ciclos” (de “Nueva Inglaterra” o de “CHUTLHU”) que componen su alucinante obra, Lovecraft repite ciertos rasgos que caracterizan la estructura obsesiva de su imaginación, los cuales, funcionando como verdaderos leit motivs paralelos y recurrentes entre unas narraciones y otras, nos autorizan a hablar de la creación por parte del “brujo de Providence” de una inaudita Cosmología del Horror; entre algunos de ellos, los que mayor interés tienen por su calado metafísico -de metafísica/ficción- son, a nuestro juicio:

 

1)       Los héroes -que lo serán, ciertamente, por poco tiempo, condenados como están a la locura o la aniquilación por la naturaleza de sus descubrimientos-, son hombres doctos o de formación u oficio científico, generalmente bibliómanos (pronto se hallaran frente al espantoso y legendario Necromicón, del árabe loco Abdul Alhazred) y habituales de las bibliotecas de la universidad -real o ficticia- de Miskatonic (en Arkham, Massachussets, lúgubre páramo donde suelen irrumpir los secretos); los protagonistas, por tanto, relacionados siempre de alguna manera con el saber, presumen pisar el suelo real de la vida corriente reforzados además por la incredulidad hacia lo sobrenatural que les concede su bagaje científico;

2)       El modo en que llegan a la revelación de la insignificancia del hombre y la mentira e irrelevancia de las concepciones del universo en las que se mueve revisten el carácter de una cierta “violencia semiótica”, es decir: deambulan por las brechas, galerías y signos de una verdad superior, inmensa,  remota, cierta, pero cuya certidumbre insoslayable en raras ocasiones llegan a encarar frente a frente. Los meros signos de esa verdad, por inconcebibles y arcaicos que fueren, la confirman y otorgan su valor supremo incluso en ausencia de las realidades monstruosas, obscenas, que nombran.;

y 3) Los Horrores insinuados en tales huellas pertenecen a Otros Mundos que representan a su vez otras existencias, otros Ordenes, otras escrituras e incluso otras transcendencias radicalmente extrañas (aunque a veces emparentadas para el lector con las llamadas “civilizaciones de la pirámide”) y radicalmente antiguas, de las cuales los insignificantes hombres son solo efímeras presas -y no solo ellos, el ciclo de los seres es ilimitado, pluriforme, y todo esta animado, envenenado de espíritu.

 

Así, Lovecraft, gran odiador de la monotonía e “insoportable levedad de ser” en nuestra insípida realidad cotidiana, inventó para sí mismo y para sus lectores y cultores más acérrimos, una forma de Eternidad arqueológica y viva que profundizaba y rompía como ninguna con las vacilantes e inseguras imágenes que manejamos tanto de nuestros propios orígenes como de los comienzos -siempre tan míticos como el mismo Chutlhu, en esto no hay que llamarse a engaño- del universo entero.”

 

Aunque parece que recientemente un estudioso inglés ha probado con abundantes argumentos que el autor de las famosas pinturas negras de la Quinta del Sordo fue más bien el hijo de Goya que el pintor mismo, ello, creemos, no menoscaba su incuestionable influencia en la pintura posterior en tanto creativo romántico.

 

La sensibilidad romántica hace suya una extraña biimpliación o sinonimia entre “libertad” y “destino” que, por paradójica y finalmente insostenible en el terreno teórico, y resbaladiza y hasta peligrosa en el terreno práctico (ético y político), fue enérgicamente recusada por el filósofo Hegel en la segunda década del siglo XIX. Más tarde, el Wetschmerz fue convertido por Schopenhauer en la raíz de un sistema filosófico de tremendo ascendiente en el mundo literario e incluso científico posterior –Freud, Einstein… (“Este mundo no es al parecer más que una gran galería de ecos”, escribía por aquel entonces George Eliot).

 

Justificamos esta afirmación nuestra -que se repite al final-, en base a una lectura del existencialismo patrocinada por Martín Heidegger (aunque es “agustinismo” como la denominaba él, en una comunicación acerca de Sören Kierkegaard), en los términos de que bajo la filosofía de Jean Paul Sartre se esconde en última instancia una doctrina de índole moral y no puramente ontológica, ya que abandona a la libertad humana o bien a la parálisis del más radical fatalismo -el suicidio, o el absurdo de Albert Camus-, o bien, por el contrario, a un insostenible estado de responsabilidad absoluta por el incierto contenido de todas y cada una nuestras elecciones, por cuanto que éstas ven cargadas a sus obras mundanas con el peso de una miríada de consecuencias imprevisibles cuyo radio de acción es potencialmente infinito, y a la vez se ven presas ellas mismas con la maldición de una voluntad carente de criterio para calcularlas a la hora de tomar sus cuasi-divinas decisiones. Por eso, cualquier clase de existencialismo (incluso el de Miguel de Unamuno) proyecta siempre la sombra ominosa de algún tipo de condena: consiste, ciertamente, en una teología desesperada, que da tanto a la voluntad humana como luego le quita, concediéndole una capacidad sobrehumana para modificar los acontecimientos del mundo cuyo control racional acto seguido le niega tajantemente.

 

El propio Goethe había escrito en sus inicios Las penas del jóven Werther, que impactó de tal manera a los jóvenes románticos que empezaron a vestirse igual que su héroe cuando éste vio por primera vez a su amada Carlota, es decir, con un frac azul, chaleco amarillo y botas altas de charol con vueltas oscuras; cuenta la leyenda que aumentó considerablemente el número de suicidios en imitación del Werther. Aunque pronto arrepentido de aquella efusión sentimental de mocedad, en sus conversaciones con Eckermann confiesa Goethe, ya viejo y glorioso, que para sentir el anhelo de escribir necesita confinarse en un cuarto modesto, pobremente amueblado: hacerse, en fin, la ilusión del poeta pobre y romántico en su buhardilla.

 

Lord Byron, admirado por sus gestos y peripecias incluso por el imperturbable Goethe de la vejez, es el paradigma de esto que estamos diciendo. Hay en él -o en su leyenda- una voluntad de vender cara la vida, de aristocratismo cuando menos espiritual, y de aceptación, en algunos casos, del fatum

 

                “Here´s a sigh to those who love me,                           Tengo un suspiro para los que me aman,

                and a smile to those who hate;                                   y una sonrisa para los que me odian;

                And, whatever, sky´s above me                                  Y cualquiera que sea el cielo que me cubra

                here´s a heart for every fate                                        tengo un corazón para cualquier destino.”

 

que hacen de su figura el emblema de una manera de romanticismo heroico que no se repetirá –aunque de modo decadente y por tanto más salvaje- hasta Rimbaud. (Se cuenta que en una ocasión el malhumorado Schopenhauer, que opinaba que tan solo Byron, Leopardi y él mismo eran los verdaderos románticos europeos, paseando con su mujer por un parque divisó en la lejanía a Byron -a quién ardía en deseos de conocer- rodeado de admiradoras y no se atrevió a acercarse a saludar a su ídolo por temor a que también fascinase a su propia mujer y se la robase quizá para siempre).

 

U otro aspecto -desde luego más controvertido, pero menos específicamente literario- de la misma historia, puesto que tal era la enseñanza de teóricos como Fichte (el Discurso a la nación alemana fue escrito en 1807) y Herder (Ensayos sobre el origen del lenguaje, de 1772): el espíritu de un pueblo –Volkgeist– puede ser entendido también como un individuo, en este caso un individuo histórico con su lengua e idiosincrasia propias, y por tanto reclamar, exigir románticamente para sí una libertad y un destino inalienables (ni que decir tiene que tal concepción sigue tristemente vigente en los nacionalismos actuales, pese a la contestación general de la filosofía posterior –mirar nota X).

      José Marti contaba una divertida anécdota acerca del precoz romanticismo de Alfieri: con tan solo ocho años decidió suicidarse a lo Werther debido a mal de amores, pero en vez de veneno ingirió por equivocación una buena cantidad de laxantes, un error que le costo una dura semana de padecimientos intestinales.  

 

La literatura de formación o Bildungsroman, más post-romántica que romántica en sentido estricto, será examinada en el siguiente capítulo. Una buena compilación de relatos románticos alemanes, prologada por Hugo von Hoffmannstahl, existe en la colección El ojo sin párpado, de la editorial Siruela.

 

Lo cual da lugar a unas innovaciones métricas y temáticas en la poesía romántica que, desde Wordsworth hasta los desafíos formales del simbolismo, no nos es posible reseñar siquiera mínimamente aquí.

 

Es sabido que el movimiento prerrafaelista afectaba a muchas vertientes del arte, desde la arquitectura y urbanismo pregonados por John Ruskin o William Morris, hasta la pintura de Dante Gabriel Rossetti o J.E. Millais, a la cual debe su nombre: prerrafaelismo significa la vindicación de una purificación artística y vital que reclama el retorno a una presunta sencillez (en los medios de vida, principalmente la técnica) y sentido de lo maravilloso natural (en la cosmovisión) de los tiempos medievales, es decir: antes del renacimiento simbolizado en el pintor Rafael Sanzio (1483-1520). Acerca del sentido de la significación de lo maravilloso en la literatura medieval puede consultarse La novela y el espíritu de la caballería, de José Enrique Ruiz-Domènec, en Grijalbo-Mondadori. Y con respecto al sentido del erotismo propiamente romántico, al que apenas nos hemos referido aquí, La carne, el diablo y la muerte, de Mario Praz, en Seix-Barral.

 

Cory Bell escribe acerca de la Dickinson estas exactas e inmejorables palabras: \»Desafiántemente aislada, se sumerge en la experiencia de la meditación de una manera sin precedentes, produciendo versos frugales y susurrados de una aspereza irónica espiritual que parecen tantear la cualidad de los silencios y del papel alrededor de ellos; un mundo poético aterrador de dentro afuera\». Ahí queda eso.

 

Los responsables directos de tal leyenda negra fueron su albacea, Griswold, el cual redacto una necrológica digna de la imaginación del finado, y, en sentido opuesto pero igualmente tergiversado, Charles Baudelaire, quién creyó a pies juntillas el texto de Griswold pero infundiéndole una dimensión heroica. De hecho, Baudelaire, que idolatraba a Poe y tradujo enteramente su obra al francés, fue incapaz de tomarse en serio una nota del propio poeta en la que afirmaba que el ejercicio de disección realizado sobre El cuervo no era más que una mera ocurrencia o guasa –a mere hoax, en el inglés de Poe- para cebar a los críticos.

 

  Sois pusilánimes y pérfidos,                                                   

 Desvergonzados, malos e ingratos,                            Por vuestra estulticia y maldad                                       

 Eunucos de corazón frío,                                                             Habéis tenido hasta ahora                

 Calumniadores, esclavos, necios,                              Vergajos, ergástulas y cadalsos.                      

 Llenos hasta desbordar de vicios                               ¿Que más queréis, esclavos insensatos?                        

 

 ¡Fuera! Al pacífico poeta                                               No hemos nacido para la agitación de la vida          

 Nada podéis importarle.                                                 Ni para el combate o la ambición;

 Quedad petrificados en el vicio,                                   Hemos nacido para la inspiración,

 La voz de la lira no os despertará.                                               Para las oraciones y las dulces melodías.

 Sois repulsivos como una tumba;                                                                 A. Pushkin, El poeta y la multitud.

                                                                                             

“Lárt c´est la recherche de l´inutile\» (“el arte es la búsqueda de la inutilidad”). Incluso un shopenhauriano Ivan Turgeniev declara que \»la Venus de Milo es más indiscutible que los principios de 1789”. En Rusia, donde el debate fue más vivaz a causa de la polémica occidentalismo/eslavismo, y más concretamente por los conatos revolucionarios del decembrismo, la revista Mir Iskusstva (“Mundo del arte”), fundada en 1899 por Alexander Benois y Serge Diáguiliev, defendía el cosmopolismo  y el arte pour l´art; En el otro bando, en cambio, el del arte útil, militaban Tchernichevski (las obras de arte tienen, dice, \»el valor de un juicio sobre la vida\»), también su discípulo Dubroluíbov, Pisarev, el poeta Nekarsov, Saltikov-Schedrin, los pintores Perov y Kramskói, Fedotov e Ivanov, el dirigente menchevique Plejánov, y tantos otros.

 

Biografías de Arthur Rimbaud, por lo fascinante y magnético, a la vez que enigmático y cambiante, de su personalidad, hay unas cuantas publicadas en castellano, de entre las cuales abusamos aquí de la concebida en los años sesenta por Enid Starkie, editada en Siruela, y que no es precisamente de las mejores.

 

Escribía en 1920 el agudo Paul Valéry acerca de los simbolistas (Variéte): \»La estética los dividía, la ética los unía  -estaban de acuerdo en su resolución común de renuncia al sufragio del número; celebraban las obras que crean a su propio público (…)  Lo que fue bautizado como simbolismo se resume muy sencillamente en la común intención de varias familias de poetas (por los demás enemigas entre sí) de \»apropiarse de los bienes de la Música\». El secreto de este movimiento no es otro. La obscuridad, las rarezas que tanto se les reprochó, la apariencia de relaciones demasiado íntimas con las literatura inglesa, eslava o germánica, los desordenes sintácticos, los ritmos irregulares, las curiosidades de vocabulario, las figuras continuas…Todo se deduce fácilmente en cuanto se reconoce el principio. En vano los observadores de estas experiencias y los mismos que las practicaban la emprendían con esa pobre palabra de \»símbolo\». Contiene todo lo que se quiera: si alguien le atribuye su propia esperanza, ¡en ella la encuentra! -Pero nos habíamos alimentado de música, y nuestras mentes literarias sólo soñaban con extraer del lenguaje casi los mismos efectos que las causas puramente sonoras producían en nuestros seres nerviosos.”

Walter Pater, en 1877, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de la música, que no es otra cosa que forma; y su devoto discípulo Óscar Wilde, escribió en El retrato de Dorian Gray (cap.II):“La música le había conmovido muchas veces. Pero la música no era directamente inteligible. No era un mundo nuevo, sino más bien otro caos creado en nosotros.”  Cierta o no, brillante y sugerente definición.

 

Así, en Poémes antiques (1852): “La poesía ya no engendrará acciones heroicas ni inspirará virtudes sociales, porque ahora, lo mismo que en todas las épocas de decadencia literaria, la lengua sagrada sólo puede expresar mezquinas impresiones personales…y ya no es apta para enseñar al hombre. Dirigiéndose a los poetas, Leconte de Lisle dice que el género humano sabe ahora más que ellos, que en un tiempo fueron sus maestros. El papel de la poesía consiste ahora en \»dar vida ideal a quien ya no tiene vida real\».

 

“Mérimée, con su famosas Carmén, crea la “españolada”, a la que saldrán innumerables imitadores. El francés, con sus deliberados horrores románticos, pone en ridículo a los ingenuos creadores de tales espeluznancias; inventa el esperpento, que años después nuestro Valle-Inclán pretenderá haber descubierto al darse cuenta de que sólo con este salvoconducto podrá hacer aceptar por el gusto moderno su romanticismo fanfarrón y anacrónico”, Rafael Canssinos-Assens en su biografía preliminar de Goethe en las Obras completas de Aguilar que ahora está editada también independientemente en Valdemar de bolsillo.

 

La poética proustiana, en efecto, tiene de simbolista lo que de ello pudiera tener Henri Bergson, pues como apunta Walter Benjamín: “Se puede considerar la obra de Proust como un intento de elaborar, por caminos sintéticos y bajo las actuales condiciones sociales, la experiencia tal y como la concibió Bergson. ya que cada vez contaremos menos con su verificación por una vía natural” (Iluminaciones II, Taurus). Este magisterio de Bergson sobre Proust es directamente evidente en momentos como aquel en que, al inicio de Por el camino de Swann, Proust recrea  las secuencias de una campana en la lejanía exactamente en el mismo sentido en que Bergson lo teorizaba con similar ejemplo en Los datos inmediatos de la conciencia, de 1888.

 

Conforme al título de la novela gráfica de Howard Chaykin basada en la narrativa de Michael Moorcock.

Un comentario

29 06 2013
culinary arts in chicago

Hi Dear, are you genuinely visiting this site regularly, if so afterward you will without doubt get
pleasant know-how.

Deja un comentario