Dickens de visita en un asilo. Condiciones de los perdedores del sistema.

DICKENS, Ch., «A walk in a Workhouse», The  Uncommercial Traveller.

Enjambres de niños en brazos, enjambres de madres y otras mujeres enfermas acostadas. Enjambres de locos; junglas de hombres en las salas de día, con pavimento de madera, esperando su comida; aún más grandes enjambres de ancianos en las enfermerías del piso alto, agarrándose a la vida, sólo Dios sabe cómo. Ésta era la escena a través de la cual iba desarrollándose el paseo. En algunas de las habitaciones mencionadas había pinturas en la pared, y en una especie de aparador, vajilla y objetos de estaño colocados cuidadosamente. De vez en cuando, el regalo para la vista de una o dos plantas; en casi cada sala había un gato.
En todos esos largos pasillos de ancianos e inválidos, algunos estaban encamados y lo habían estado desde largo tiempo, algunos se sentaban en la cama medio desnudos, algunos estaban muriéndose. Otros estaban fuera de la cama sentados en una mesa cerca del fuego. Una indiferencia adusta o letárgica a lo que se les preguntaba, una sensibilidad embotada para todo lo que no fuera calor y comida, una falta de interés en quejarse porque era inútil, un silencio empecinado y un deseo agrio de que les dejaran en paz me pareció que era el talante general. Mientras caminábamos entre estas tristes perspectivas de ancianos, tuvo lugar aproximadamente el siguiente diálogo, mientras la enfermera no estaba presente:
-¿Van bien las cosas?
Nadie respondió. Un viejo con una gorra escocesa, sentado entre otros en un banco arrimado a la mesa, comiendo en una escudilla de estaño, echa un poco hacia atrás su gorra para observarnos, la vuelve a tirar hacia adelante con la palma de la mano y sigue comiendo.
– ¿Van bien las cosas? -Otra vez.
Nadie contesta. Otro viejo sentado en su cama, mientras pela paralíticamente una patata cocida, levanta la cabeza y nos observa.
-¿Hay comida suficiente?
No contesta. Otro anciano, acostado, se da la vuelta en la cama y tose.
-¿Cómo está usted hoy? -Al último anciano.
Éste no dice nada, pero otro anciano, un hombre alto y de buen porte, aparece no sabemos de dónde y hablando con perfecta corrección nos brinda una respuesta. La respuesta casi siempre procede de un voluntario, y no de la persona a la cual uno se dirige o a la que se pregunta.
-Somos muy viejos, señor -en una voz suave y clara. Es difícil que nos sintamos bien, en general.
-¿Están a gusto?
-No tengo queja, señor -medio sacudiendo la cabeza y los hombros y con una sonrisa como de excusa.
-¿Tienen suficiente comida?
-Bueno, señor, tengo poco apetito -con el mismo tono de antes-, y, sin embargo, me como fácilmente lo que me corresponde.
-Pero -indicando una escudilla con una ración de cordero y tres patatas- ¿no puede morirse de hambre con eso?
-Desde luego que no, señor -con el mismo aire de excusa-, no para morirnos de hambre.
-¿Qué desea?
-Nos dan muy poco pan, señor, una pequeñísima cantidad de pan.
La enfermera que está ahora frotándose las manos al lado del preguntón, interviene:
-No es mucha cantidad. Solamente tienen seis onzas al día, y cuando se han comido el desayuno, muy poco les puede quedar para
la cena, señor.
Otro hombre, invisible hasta el momento, surge de la ropa de la cama como si saliera de una tumba y mira.
-¿Les dan té por la noche? -El que pregunta sigue dirigiéndose al hombre que habla correctamente.
-Sí, señor, nos dan té por la noche.
-¿ Y pueden guardar el pan que quieren del desayuno para comerlo con el té?
-Sí, señor, si nos queda algo.
-¿ y quisieran más para tomarlo con el té?
-Sí, señor -con cara de ansiedad.

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