Santiago Ramón y Cajal – El Investigador y la Familia

Santiago Ramón y Cajal Reglas y consejos sobre investigación científica. Espasa-Calpe, (1ª Edición, 1941) Madrid 1998. (Capítulo VI: Condiciones sociales favorables a la obra científica. Pág.113-122: El investigador y la familia).

«Los afanes y gastos exigidos por la creación y sostenimiento de una familia, en contraste con las mezquinas retribuciones con que el Estado sufraga la función docente, constituyen, según es harto sabido, otra de las razones alegadas por muchos de nuestros profesores para desertar del laboratorio y enderezar sus actividades a más lucrativas empresas. «La ciencia y la familia -afirman- son incompatibles. Puesto que la base física del profesor -añaden- representa mera ración de entretenimiento, ¿cómo invitar a nadie a compartirla? El sabio debe escoger, por tanto, entre su familia espiritual y su familia real; entre sus ideas y sus hijos».

Preciso es reconocerlo, en tales exageraciones late un fondo de verdad. Los afanes del hogar restan fuerzas morales y económicas a la obra de investigación. El ideal universitario sería un monasterio, cuyos monjes, consagrados de por vida al estudio de la Naturaleza, se distrajeran un tanto de sus deberes religiosos.

Porque somos demasiado imperfectos para consagrar por igual nuestro fervor a dos nobles causas. El ansia del cielo desinteresa de la tierra. Notorio es que los psicólogos, abismados en la contemplación del espíritu, desprecian el cerebro. Quienes se preocupan del diablo, se ríen del microbio. Y la aspiración a la gloria eterna nos aleja de la humana. ¡La gloria!… Vana ilusión, sin duda, pero capaz de remover montañas y de impulsar ardientemente la humanidad hacia la verdad y el bien. Como el patriotismo, la pasión de la gloria debe sugerirse y nunca analizarse.

Mas la vida cenobítica resultaría para la mayoría de los sabios intolerable sacrificio. Parece que este ideal de íntima convivencia fue realidad en la famosa escuela de Alejandría. Sin embargo, aquéllos célebres geómetras y astrónomos fueron sin duda casados. Si la mujer es un mal, convengamos que es un mal necesario. Poquísimos son los austeros para quienes la bella mitad del género humano representa algo así como vistoso ejemplo de colección ornitológica. Además, mala táctica de conquistar adeptos sería brindarles la abstención y el martirio. Sea abnegado quien pueda, pero no impongamos a nadie la abnegación.

He aquí un punto en el que la tutela del Estado resulta necesaria. Es mera cuestión económica. Obligación sagrada de aquél es conciliar la obra científica con la holgada vida de familia, ahorrando al investigador dolorosas renuncias. Como todo ciudadano celoso del bien público, el científico debe hallarse en situación de satisfacer la plenitud de sus irrefrenables instintos sociales. En países más adelantados, donde se sabe harto bien que la prosperidad nacional es fruto de la ciencia, este problema económico recibió hace tiempo satisfactoria solución. Y en Alemania e Inglaterra han hecho más: en su generosidad hacia los maestros, han convertido el aula y el laboratorio en pingües sinecuras. Y el sabio ha acabado por tener firma tan acreditada en el libro científico como en el libro talonario.

En esas felices naciones se cumple siempre lo que escribía Liebig a Gerhard: «Apuntad a un fin elevado, y al fin los honores y riquezas llegarán sin que tenga uno que tomarse el trabajo de buscarlos».

Muy alejados nos hallamos aún en España de este ideal económico. Hacia él se camina, sin embargo. Notorio es, según dejamos apuntado más atrás, que las condiciones materiales de nuestro profesorado y, en general, de los devotos del laboratorio, han mejorado mucho, gracias a plausibles iniciativas de los gobiernos.

Pero aunque el Estado fuera sordo a nuestros clamores, no debemos amilanarnos. Sea nuestra divisa la de los grandes financieros: ganas mucho para satisfacer todas nuestras necesidades, y singularmente las de orden elevado, en vez de constreñirse a una vida de mezquina economía y de cobardes abstenciones.

Pongámonos en el peor de los casos, y veamos cómo el novel profesor puede servir a la vez a su familia y a sus proyectos. Doy por supuesto que nuestro catedrático reside en ciudad de provincias, de ambiente sórdido, sin posible clientela y falto, por tanto, de los recursos necesarios para satisfacer conjuntamente inexcusables exigencias del hogar y de sus queridas investigaciones.

¿Se privará de todo en aras de su vocación? ¿Vivirá solitario renunciando al matrimonio? De ninguna manera. Sirva con igual devoción a sus ideales y a sus buenos instintos. Para su labor, entréguese a las investigaciones baratas, que piden poco material y mucho esfuerzo. Y aproveche sus actividades sobrantes en el fomento de aquellas industrias docentes menos alejadas del blanco de sus amores: la del libro de texto y hasta de vulgarización, la de los análisis periciales y, en fin, la de la enseñanza privada. Con estos ingresos complementarios dará pábulo a sus nobles afanes, sin renunciar a legítimas expansiones del hogar. Y espere pacientemente mejores tiempos. Si su labor es realmente meritoria, el premio vendrá a sorprenderle en su rincón. A la excelsa alegría que lleva aparejado el cumplimiento austero del deber, se añadirán también el bienestar material y los halagos de la nombradía.

Contra el parecer de muchos, hemos aclarado que el hombre de ciencia debe ser casado y arrostrar valerosamente las inquietudes y responsabilidades de la vida de familia.

No imitará el egoísmo de Epicuro, que no se casó por ahorrarse cuidados e inquietudes, ni el refinadísimo Napoleón, que sólo veían en la mujer una enfermera utilísima para la vejez. Para el hombre de ciencia, el concurso de la esposa es tan necesario en la juventud como en la ancianidad. Como la mochila en el combate es la mujer: sin ésta se lucha con desembarazo, pero, ¿y al acabar?

En este punto sólo haremos una restricción: que el sabio tenga en cuenta su propia y especial psicología1 antes de escoger compañera. Y sobre todo, que evite a todo trance que se la elijan los demás. Poco hay que insistir para justificar el matrimonio del sabio. En varón robusto y normal, el celibato suele ser invitación permanente a la vida irregular, cuando no a los abandonos del libertinaje. Y las ideas son flores de virtud que no abren sus corolas, o se marchitan rápidamente en el vaho de la orgía. Por otra parte, el soltero vive en plena preocupación sexual. En él la intriga galante interrumpe demasiado la marcha de la intriga especulativa. Y, según es notorio, no hay más seguro medio para despreocuparse de mujer, que satisfacer de mujer. Además, según se ha dicho muchas veces, el hogar destierra del alma el egoísmo, ennoblece el instinto sexual, genera altos anhelos sociales y fortalece el patriotismo.

¡Elección de compañera! Tocamos aquí un punto delicadísimo. ¿Qué cualidades han de adornar a la elegida de un hombre de ciencia? Cuestión gravísima, porque harto sabido es que los atributos morales de la esposa son decisivos para el éxito de la obra científica. Muchos ciudadanos padecen mujer, pero se la padecen ellos solos; mas de la mujer del sabio sufre, a veces, la sociedad y hasta la Humanidad entera. ¡Cuántas obras importantes fueron interrumpidas por el egoísmo de la joven esposa! ¡Qué de vocaciones frustró la vanidad o el capricho femenil! ¡Cuántos profesores esclarecidos rindiéronse al peso de la coyunda matrimonial, convirtiéndose en vulgares buscadores de oro y rebajándose y esterilizándose con el acaparamiento insaciable de dignidades y prebendas!2.

Hasta los impulsos más humanos y nobles de la esposa, cuando alcanza excesiva expansión, constituyen formidables enemigos de la labor científica. Según es notorio, alienta en la mujer el espíritu de familia, la sana tendencia a la conservación física de la raza. ¡Santo egoísmo porque representa el supremo interés de la especie! No sin razón y profundidad ha dicho Renán: «Lo que quiere la mujer lo quiere Dios». Concentra ésta su amor y abnegación en la prole, menos exclusivo, el varón sabe distribuir sus afectos entre la familia y la sociedad. La mujer ama la tradición, adora el privilegio, siente poco la justicia y suele ser indiferente a toda obra de renovación y de progreso, al paso que el hombre verdaderamente digno de ese título, el homo sociales, abomina de la rutina del privilegio, venera la justicia y antepone, en muchos casos, la causa de la Humanidad al interés de la familia. Por eso, la madre anhela vivir solamente en la memoria de sus hijos, mientras que el padre ansía, además, sobrevivir en los fastos de la historia.

Ambas tendencias, la centrípeta y la centrífuga, la de concentración y la de expansión, son legítimas y necesarias. De su armonía y acomodo dependen la prosperidad de la raza y los avances de la civilización. Cuando la tendencia altruista del varón predomina demasiado, la prole decae; por el contrario, si la tendencia femenina prepondera, medra la familia, pero padecen la sociedad y el Estado. En el hogar del sabio, como en el del político honrado, reinará el espíritu de abnegación y de sacrificio, pero no hasta el punto de crear condiciones adversas al desarrollo y educación de los hijos. Porque, aun colocándonos en el punto de vista del interés colectivo, no es dudoso que las querellas y preocupaciones domésticas, cuando son continuadas, acaben por agriar la vida del pensador, dificultando por ende la prosecución de la obra científica o social.

En suma: como norma general, aconsejamos al aficionado a la ciencia buscar en la elegida de su corazón, más que belleza y caudal, adecuada psicología, esto es: sentimientos, gustos y tendencias, en cierto modo, complementarios de los suyos. No escogerá la mujer, sino su mujer, cuya mejor dote será la tierna obediencia y la plena y cordial aceptación del ideal de vida del esposo.

Llegados a este punto, deseará acaso el lector que, abandonando el terreno de las generalidades, definamos el tipo de mujer más adecuado al hombre de ciencia. Séanos lícito dar aquí nuestro parecer, con las naturales reservas y miramientos. Y a los que sonreían al vernos descender a estos menesteres, les diremos que no es cosa frívola aquello que, como el amor, decide de la vida. Ni es indiferente que la mujer sea para el hombre de estudios gas que lo eleve hasta el cielo o lastre que le obligue, en lo mejor de su vuelo, a aterrizar en el pantano.

Entre las mujeres de la clase media, donde el hombre de estudio suele buscar compañera, figuran cuatro tipos principales, a saber: la intelectual, la heredera rica, la artista y la hacendosa.

La mujer intelectual, es decir, la joven adornada con carrera científica o literaria, o que, llevada por vocación irresistible por el estudio, ha logrado adquirir instrucción general bastante sólida y variada, constituye especie muy rara en España. Hay, pues, que renunciar a tan grata compañía. Ello es sensible, sin duda, aunque los pocos ejemplares de doctoras (salvo un par de excepciones) que hemos conocido en ateneos, laboratorios y salones, parecen empeñadas en consolarnos de su inaccesibilidad.

Abunda, por lo contrario, en el extranjero esta categoría femenina, de la cual destácase, con singular prestigio, la mujer sabia, colaboradora en las empresas científicas del esposo, y exenta (en cuanto ello es posible) de las fantasías y frivolidades del temperamento femenil. Mujer semejante, inteligente y ecuánime, rebosante de optimismo y fortaleza, constituye la compañera ideal del investigador. Ella triunfa en el hogar y en el corazón del sabio, ciñendo la triple corona de su esposa amante, de confidente íntima y de asidua colaboradora. El caso, repetimos, no es excepcional en las venturosas naciones del norte.

¡Con qué admiración, no exenta de envidia, hemos contemplado en algunos laboratorios esas parejas dichosas, entregadas afanosamente a la misma labor, en la cual pone cada cónyuge lo más exquisito de su temperamento mental y de sus aptitudes técnicas! Sin insistir en el ejemplo conmovedor de los esposos Curie, descubridores del radio, y concentrándonos al reducido círculo de nuestras amistades y aficiones científicas, surgen en nuestra memoria las imágenes de tres admirables parejas: M. y Mme. Dejérine, de París, consagrados al estudio de la anatomía normal y patológica del cerebro; M. y Mme. Nagotte, de la misma ciudad, entregados en común a investigaciones histológicas y neurológicas, y, en fin, los esposos O.Vogt y Cecilia Vogt, del Instituto Neurológico de Berlín, ocupados en la magna empresa de la cartografía parcelaria del cerebro humano, al modo de los astrónomos que se pasan la vida absortos en la fotografía y catalogación de las estrellas nebulosas.

Pero, repetimos, esta ave fénix, la doctora seria y discreta, colaboradora asidua del esposo, no se ha dignado todavía a aparecer en nuestro horizonte social, donde, por caso extraño, los más grandes talentos femeninos son autodidácticos y ajenos por completo a los estudios universitarios regulares. El hombre de ciencia español debe, pues, elegir entre las otras categorías femeniles.

¿Se dirigirá hacia la mujer opulenta? Nos parece peligrosísimo. Habituada a una vida de molicie, de fausto y de exhibición, milagro sería que no contagiara sus gustos al esposo; repitiéndose con ello el caso del ilustre físico inglés Davy, quien por haberse enlazado con hembra linajuda, suspendió casi del todo su brillante carrera de investigador, consumiendo lo mejor de su vida en fiestas y recepciones del gran mundo.

Gran fortuna sería topar con heredera rica e ilustre que, abandonando los caprichos y vanidades del sexo femenil, consagrara su oro al servicio de la ciencia. Admirables mujeres de este género abundan en Francia e Inglaterra. En nuestro país no hemos conocido un profesor aficionado al laboratorio para cuya obra no haya sido fatal la riqueza de la esposa. Si la discreción no sellara nuestros labios, podríamos demostrar aquí con ejemplos vivos cómo los gustos frívolamente ostentosos de la cónyuge o el egoísmo exagerado de la madre de familia han interrumpido carreras brillantes obligando al novel hombre de ciencia a trocar el estudio por la política, el microscopio por el automóvil y las redentoras veladas del laboratorio por las ociosas horas de la tertulia o del teatro.

Pero no censuremos demasiado a estas ricas hembras, excelentes en el fondo, aunque víctimas de su incultura: al fin, los reproches inacabables con que paralizan las honradas iniciativas del esposo (¿para qué esforzarse si tienes con qué vivir holgadamente?, etc.) son disculpables, pues se inspiran en el amor conyugal. Harto más antipáticas son esas altivas herederas que sin miramiento alguno echan en cara al infeliz consorte su condición parasitaria e incapacidad financiera, y que, mortificándole con diarias puyas, obligándole a trabajar como bestia de carga a fin de sufragar por entero (la dote de la mujer se disipa en adornos, alhajas, muebles lujosos y giras a balnearios y playas de moda) el fausto de una vida tan llena de vanidad como vacía de ideales.

¿Preferiría el sabio la mujer artista o la literata profesional? Salvo honrosas excepciones, tales hembras constituyen perturbación o perenne ocasión de disgusto para el cultivador de la ciencia. Desconsuela reconocer que, en cuanto goza de un talento y cultura viriles, suele la mujer perder el encanto de la modestia, adquiere aires de dómine y vive en perpetua exhibición de primores y habilidades. La mujer es siempre un poco teatral, pero la literata y la artista están siempre en escena. ¡Y luego tienen gustos tan señoriles y complicados!… Al fin, la esposa opulenta suele subvenir a sus antojos. Poco amiga de libros y revistas, curiosea solamente joyerías y tiendas de moda; pero la literata pasea con igual codicia sus miradas por los escaparates de alhajas y sombreros y por las muestras de los libreros.

No queda, pues, a nuestro sabio en cierne, como probable y apetecible compañera de glorias y fatigas, más que la señorita hacendosa y económica, dotada de salud física y mental, adornada de optimismo y buen carácter, con instrucción bastante para comprender y alentar al esposo, con la pasión necesaria para creer en él y soñar con la hora del triunfo, que ella diputa segurísimo. Inclinada a la dicha sencilla y enemiga de la notoriedad y exhibición, cifrará su orgullo en la salud y felicidad del esposo. El cual, en lugar de reconvenciones y resistencias, hallará en el hogar ambiente grato, propicio a la germinación y crecimiento de las ideas. Y si, por fortuna, sonríe la gloria, sus fulgores rodearán con una sola aureola dos frentes gemelas.

¡La gloria!… La esposa modesta la merece también, porque, gracias a sus abnegaciones, sacrificando galas y joyas para que no falten libros y revistas, consolando y confortando al genio en horas de desaliento, hizo al fin posible la ejecución de la magna empresa.

Por fortuna, ese tipo delicioso de mujer no es raro en nuestra clase media. Muy desventurado será quien, buscándola con empeño, no logre encontrarla o no sepa asociarla de todo corazón a sus destinos. El toque está en conquistarla para la obra común, en constituirse en su director espiritual, en modelar su carácter, plegándolo a las exigencias de una vida seria, de trabajo intenso y de recato austero; en hacer, en suma, de ella, según decíamos antes, un órgano mental complementario, absorbido en lo pequeño (si pequeñez puede llamarse el gobierno del hogar y la educación de los hijos), para que el esposo, libre de inquietudes, pueda ocuparse en lo grande, esto es, en la germinación y crianza de sus queridos descubrimientos y de sus especulaciones científicas”.


Un comentario

8 03 2013
Patricio

La tenía clara Ramón y Cajal, tan válido en aquel entonces como ahora. Gracias por compartirlo. Saludos

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