Lola Cabrera artículo

   CÓMO EMPEZAR A PENSAR EL SIGLO XXI

(La metodología de Eric Hobsbawn y el estudio del concepto de nación)

 

Lola Cabrera Trigo

 

 

 

 

 

1. PRESENTACIÓN.

 

“El historiador es parte de la historia. Su posición en el desfile determina su punto de vista sobre el pasado.”[1]

 

 

Responder a la pregunta “cómo pensar el siglo XX” –en este caso, de la mano de Hobsbawm– implica al menos dos reflexiones previas. La primera consiste en plantearse el contenido concreto del siglo XX; en otras palabras, los sucesos históricos que han acontecido y sus efectos en la realidad presente y en los proyectos de futuro. Por otra parte, la segunda se debe centrar en cuál ha de ser la metodología histórica, es decir, la historiografía formal que se va a aplicar a la hora de rescatar esos sucesos históricos. Desde el punto de vista del contenido de la historia del siglo XX, Hobsbawm es un historiador especialmente inclinado a perseguir la comprensión de los hechos históricos directa o indirectamente relacionados con el marxismo. En cuanto a la segunda reflexión, es decir, desde el punto de vista de la metodología en tanto que historiador, se puede afirmar –como luego veremos– que es un historiador de raigambre marxista. Pues bien, si a todo ello le unimos que desde una óptica personal, su paso por el siglo XX –de principio a fin– le sitúa entre las filas del movimiento marxista, obtendremos la radiografía exacta de un personaje a través del cual, por su complejidad académico-vital, no se puede responder unidireccionalmente a la pregunta “cómo pensar el siglo XX”. La multiplicidad de pliegues que presenta su obra como historiador y sus apuestas vitales como individuo del siglo XX, obligan a determinar de un modo muy concreto cuál va a ser la línea de análisis, el punto de fuga a partir del cual responder a esta pregunta.

Tres son los condicionantes que van a constreñir el trazado de este estudio. En primer lugar, en cuanto al posicionamiento como historiador, Hobsbawm propone un concepto de historia –a través del cual interpretar el siglo XX– situado a medio camino entre el cientifismo positivista que analiza los sucesos como elementos puros del acontecer temporal, y la historiografía subjetiva de las tradiciones inventadas. La identificación de estas, aparentemente opuestas, visiones, y su compromiso con un modelo, acorde con su biografía, objetivo pero implicado en los hechos, será el primer aspecto que deberá ser abordado y el condicionante que va ejercer su influencia de modo más pregnante en toda su obra.

En segundo lugar, por lo que respecta al contenido concreto, es decir, a los hechos acaecidos a lo largo del siglo XX que concitan su interés académico, el espectro es muy amplio y, por tanto, más difícil de acotar. Es, sin embargo, en este segundo condicionante, donde se halla el punto de inflexión de este trabajo, puesto que la decisión sobre los aspectos de su obra que voy a tratar son el resultado de lo que, desde mi punto de vista, es la interpretación más acorde con la posible respuesta que Hobsbawm podría dar a “cómo pensar el siglo XX”. Pues bien, Hobsbawm no es un historiador marxista tanto porque aborde los sucesos generados por el marxismo y se adscriba personalmente a ellos, sino porque elabora una crítica del devenir político-social del siglo XX desde la óptica de una metodología marxista y ésta –la metodología marxista–, a su vez, no condiciona su interpretación de los hechos, sino que es fruto de una convicción teórica acerca de la historia; concretamente, la que señalaba líneas arriba como primer condicionante. Es decir, Hobsbawm asimila una concepción teórica de la historia que acepta la intervención inevitable del sujeto en la interpretación de los hechos; ello le conduce a un posicionamiento ideológico marxista, al que también le empujan los azares de su biografía, y, por último, su propia existencia durante los avatares del siglo XX despiertan su interés por el desarrollo de la Unión Soviética. Así pues, teórico de la historia, marxista e historiador del marxismo es el orden de importancia que creo deben darse a los tres elementos condicionantes de la respuesta de Hobsbawm a cómo pensar el siglo XX.

Por mi parte, pretendo hacer hincapié de un modo especial en los dos primeros elementos, dejando al margen sus concretas opiniones sobre el devenir de la U.R.S.S. desde la revolución de octubre. De este modo, la hipotética repuesta que el autor pudiera dar al interrogante que encabeza el curso de doctorado trataré de ofrecerla según su manera general de interpretar cualesquiera hechos y no según su personal interpretación de hechos concretos más o menos relacionados con el marxismo.

 

 

 

2. PRINCIPIO: CÓMO PENSAR LA HISTORIA.

 

“El historiador, antes de ponerse a escribir historia, es producto de la historia.”[2]

 

 

Al margen de adjetivos más o menos atinados, Hobsbawm es, ante todo, un historiador. Su concepción, por tanto, de los acontecimientos históricos viene, antes que nada, determinada por la polémica que el mundo académico de la historiografía ha vivido a lo largo del siglo XX. Las dos obras de referencia para este curso, tanto los Años interesantes. Una vida en el siglo XX como Historia del siglo XX, son un buen ejemplo de su postura ante tal polémica. En ambos casos, el autor pretende realizar un estudio objetivo, pero en ambos reconoce su intervención personal. De una manera más precisa, se podría decir que, así como la Historia del siglo XX es una historia objetiva subjetivada, los Años interesantes serían, más bien, en tanto que autobiografía, una historia subjetiva objetivada. Con todo, este juego de palabras tan solo produce una conclusión, a saber: Hobsbawm es consciente de su posición de analista pero no renuncia a la interpretación de los hechos. De ahí que el propio prefacio de la Historia del siglo XX ya anticipe su deseo de redactar el libro bajo la óptica no tanto del científico como del “observador participante” (sic) y así, efectivamente, desarrolla el grueso volumen. Igualmente –aunque en este caso de un modo más obvio por tratarse de un texto en esencia autobiográfico–, en Los años interesantes vuelve a retomar esta idea del “observador partícipe”[3] como complemento imprescindible a la figura del “especialista”. En palabras de Agnes Heller –citadas por el propio historiador[4]–: “[la historia] habla de los hechos que suceden vistos desde fuera, y las memorias hablan acerca de lo que sucede visto desde dentro.”

De este modo, consigue introducir en una descripción analítica de los hechos una suerte de “intrahistoria”, en este caso personal, que dota de semántica al puro esqueleto vacío que producen los sucesos alineados uno tras otro. Retomando la propia metáfora que él propone en la Introducción[5], sería como analizar una fotografía instantánea de un proceso histórico que comienza ante sus ojos. En otras palabras, desde una forma de intrahistoria se adentra en la historia, sobrevolando –como luego analizaré con más detalle– la impersonal e imaginaria “historia de las tradiciones”.

Como historiador, Hobsbawm se coloca a cierta distancia de los acontecimientos “formando un pequeño ángulo con el universo”[6], pero, en todo caso, sabe que tras la lente los ojos que observan son los suyos y la perspectiva que toma es la que él decide. En efecto, esta forma de “intrahistoria objetivada” es una renuncia explícita de otras formas de hacer historia; por ello afirma en la Coda final del libro: “Como la identidad se define frente a alguien distinto, implica la no identificación con el otro […] la historia exclusivista escrita sólo para el grupo (“historia de identidad”) […] no puede ser una buena historia…”[7]. Frente a la historia de las tradiciones inventadas, universalistas aunque veladamente subjetivas y excluyentes, apuesta decididamente por la historia cuya objetividad reside, precisamente, en una labor personal de interpretación que se sabe parcial y así lo explicita en contraste con otras interpretaciones.

De todos los capítulos que conforman los Años interesantes, “Entre los historiadores” se presenta como un anexo en tanto que discurso metahistórico, donde su visión teórica sobre el oficio de historiador resulta más nítida. En éste se hace un repaso por las variaciones que ha sufrido la historiografía en el siglo XX: su proceso de modernización frente al rancio positivismo, es decir, el paso de la “historia de los acontecimientos” a la “historia social” (en la que Hobsbawm se inscribe), y de nuevo el proceso de “antimodernización” en virtud de un regreso forzado a la “historia de la tradiciones inventadas”. Hobsbawm renuncia, de este modo, a la tradición positivista cuya metodología prescribe que “si se toman los “hechos” correctamente, las conclusiones saldrán por sí solas.”[8], pero aún es más beligerante contra la situación actual de la historiografía, la cual, habiendo renunciado de antemano a erigirse como ciencia pura –al modo positivista–, es “revisada o inventada hoy más que nunca por personas que no desean conocer el verdadero pasado, sino sólo aquel que se acomoda a sus objetivos.”[9]

Su propia elección de lo que él llama el “siglo corto” (1914-1991) para abordar el siglo XX, como modelo de interpretación histórica –no cronológica– es, de hecho, un alejamiento de los prototipos positivistas, según periodos cerrados y, por tanto, no contingentes. Sin embargo, para él, el gran reto es desenmascarar esta “mitología histórica” (sic); porque, así como el positivismo afectaba básicamente a la forma, esta “historia de las tradiciones” tergiversa el contenido mismo del estudio de los acontecimientos, generando una total impunidad a la hora de justificar a su costa actuaciones presentes.[10]

En efecto, descartar la “pureza de los hechos históricos” como si éstos pudieran ser objeto de análisis unívocos, no puede conducirnos a la total subjetividad que, veladamente, procura la “consolidación” de las tradiciones, por más que debe reconocerse, para una correcta interpretación de la historia, la importancia de los sujetos históricos y sus costumbres arraigadas. Como señala Quintín Racionero en referencia al propio Hobsbawm: “las tradiciones comportan actividades regladas de naturaleza ritual o simbólica, que, ante todo, establecen vínculos emocionales con el pasado, creando un cierto “aire de familia” con el presente, y, después, inculcan creencias, sistemas de valores y pautas de conducta que sirven de presupuesto a la cohesión social”[11]. Frente a este modelo, que configura, más que relatos históricos, mera ideología (mitología, si se prefiere), la alternativa sería una forma de historia pragmática consistente “en la ideación o, al menos, la selección de modelos teóricos que pueden proyectar hacia el pasado redes múltiples y diversas para la comprensión de los eventos.”[12] En otras palabras: las vías de comprensión del pasado son plurales, de manera que la formación de un discurso histórico deberá generarse tras el debate, esto es, la polémica entre historiadores, y nunca a través de la metafísica de la historia.

Pero volviendo a Hobsbawm: cuál es, en fin, su concepto de historia a partir del cual interpreta el siglo XX. Como señalaba al inicio de este trabajo, se le ha tildado de “historiador marxista” y no únicamente por su tendencia ideológica. Al hilo de la célebre “tesis sobre Feuerbach” de Marx: “Hasta ahora, los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo; se trata de cambiarlo”, Hobsbawm entiende que para cambiarlo es necesario saberlo contingente, y para ello detectar la carga mitológica de las tradiciones aparentemente inmutables que componen su descripción. Con ello queda claro que su “adhesión” a la historiografía marxista –cabe señalar que en repetidas ocasiones ha mostrado su confianza por que en algún momento cese el interés por etiquetar a los autores de marxistas o no– nada tiene que ver con esa suerte de confianza teleológica, de corte hegeliano, hacia el inevitable fin del Estado burgués y de la sociedad sin clases, sino más concretamente con la denominada “reacción anti-Ranke”, la cual se posiciona negativamente frente al positivismo –dicho nietzscheanamente: “no hay hechos sino interpretaciones”– sin caer en el mero relativismo, sino, ahora afirmativamente, acercando las ciencias sociales –las condiciones socio-económicas– a la historia. De este modo, el objetivo último de Hobsbawm será concebir la historia como “una investigación racional sobre el curso de las transformaciones humanas”[13] (dejo al margen la crítica a las tesis postmodernas de Hobsbawm, a través de las cuales imputa a este movimiento una subjetividad irracional y relativista muy alejada de la verdadera dimensión del concepto de “posthistoria”, para el que el sujeto histórico cobra una enorme importancia frente al sujeto trascendental[14]).

Con todo, aunque a través de estas dos grandes obras –Historia del siglo XX y Años interesantes– puede apreciarse el concepto de historia que vamos a manejar, cabe señalar que éstas no son más que el reflejo práctico de dicho concepto. En rigor, serán otros textos anteriores donde se despliegue este concepto en toda su magnitud y donde se perciban todas sus consecuencias a la hora de responder a la pregunta “cómo pensar el siglo XX”.

 

 

 

3. DESARROLLO TEÓRICO: CÓMO PENSAR LAS NACIONES.

 

“Me maravillo a menudo de que resulte tan pesada [la Historia], porque gran parte de ella debe ser pura invención.”[15]

 

 

Como ya señalaba en el epígrafe anterior, para Hobsbawm la identificación del estudio de la historia con la asunción de las tradiciones que vienen conformando -como si de algo inevitable se tratara- el devenir de los pueblos ha de ser desterrada, y ello constituye buena parte del objeto de su tarea como historiador. La mitología de las tradiciones ha condicionado las decisiones políticas de los Estados-nación, amparadas bajo el velo inocente de las costumbres, y amenaza con condicionar igualmente el proceso actual de auge de los nacionalismos. Frente a ello, el concepto de historia no metafísica que veíamos líneas arriba, junto con el objetivo no excluyente, universalista, del marxismo de fondo, van a configurar las directrices de este segundo apartado.

Por lo pronto, el concepto de “tradición” que maneja Hobsbawm aparece fundamentalmente tratado en La invención de la tradición[16], texto del que, además de editor, figura como coautor y prologuista. En la “Introducción” de éste, se pregunta por la importancia del estudio de las tradiciones para el historiador, y de las respuestas que el propio Hobsbawm aporta, la que apunta a la relevancia de este concepto dentro de la “historia nacional” es la que ahora me interesa señalar: “Y justamente porque gran parte de lo que de forma subjetiva crea la “nación” moderna consistente en tales productos y se asocia a símbolos apropiados y relativamente recientes, y con un discurso creado a medida (como la “historia nacional”), los fenómenos nacionales no se pueden investigar adecuadamente sin prestar una atención cuidadosa a la «invención de la tradición»”[17] Este aspecto legitimador de las reacciones de los pueblos que albergan las tradiciones debe ser estudiado para poder ser desenmascarado.

Además, y en relación directa con este desenmascaramiento, el estudio de ciertas tradiciones ayuda a perseguir ciertos problemas no explícitos, tan solo latentes, que obstaculizan la resolución eficaz de problemas políticos enquistados en el pasado. Y, por último, el hecho de abordar el estudio de la historia rastreando las tradiciones, obliga a una metodología interdisciplinar que, como veíamos en el primer epígrafe, es la propia de un historiador no apegado al positivismo.

Dicho esto, es necesario precisar qué entiende Hobsbawm por “tradición inventada” y qué procesos históricos aparecen bajo esta denominación. “La “tradición inventada” implica un grupo de prácticas, normalmente gobernadas por reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado.”[18] Es necesario matizar, por tanto, que el carácter simbólico de éstas –las tradiciones– las diferencia de las “costumbres”, que se limitarían a ser meras repeticiones más o menos eficaces de ciertos actos. Asimismo, es importante no confundirlas con la “convención”, que, aunque puede encerrar una cierta simbología, conlleva una justificación ideológica que se manifiesta en toda tradición inventada: “La intención de usarlas [las tradiciones inventadas], de hecho, a menudo, de inventarlas, para la manipulación es evidente…”[19] Pero con todo, lo más interesante de esta definición para el tema que nos ocupa, es el falaz vínculo obligatorio con el pasado al que certeramente apunta Hobsbawm. No tanto por el dato concreto de si existe o no esa tradición en el pasado, sino, más bien, por considerarse que de existir ha de ser repetida, venerada y aportada en cada ocasión que requiera una justificación histórica. El hecho de que sea o no cierto el uso añejo del “kilt” en Escocia no hace necesario su uso en todas las ceremonias oficiales[20].

Por lo demás, Hobsbawm aporta una precisa tipología de las tradiciones. Sin detenerme mucho en ella, es preciso distinguir entre: aquellas que legitiman instituciones, aquellas que tienen por objetivo primordial la socialización, y sobre todo, las que simbolizan la cohesión social. Estas últimas son las que van a constituir el objeto de estudio de su texto “La fabricación en serie de tradiciones: Europa, 1870-1914” cuando apunta al nacionalismo como factor fundamental –hasta cierto punto “sustituto”– de la cohesión social[21].

 

***

Para pensar el siglo XX parece claro, pues, que una pieza esencial será pensar en las tradiciones que están marcando su rumbo y, al hilo de éstas, su aplicación a los procesos de nacionalismo es quizá la trayectoria de mayor interés.

 

“La bandera nacional, el himno nacional y el emblema nacional son los tres símbolos por medio de los cuales un país independiente proclama su identidad y su soberanía, y como tales merecen respeto y lealtad inmediatos. En sí mismos transmiten todo el pasado, el pensamiento y la cultura de una nación.”[22]     

 

Si repasamos rápidamente la historia de los últimos años –especialmente a nivel europeo–,  es decir, de los años que conforman el siglo XX, quizá lo que más llame la atención sea, de una parte, el potencial adquirido por los Estados-nación y su actual cuestionamiento, y, de otra, el resurgimiento de ciertos nacionalismos que intentan hacerse un hueco en la historia de las naciones. De algún modo, por tanto, pensar el siglo XX es pensar estos procesos, en la medida que son, muy probablemente, los que más vayan a influir en el devenir del siglo XXI.

Si aplicamos ahora la diferenciación de Hobsbawm entre “historia de las tradiciones inventadas” e “intrahistoria objetivada”, es fácil descubrir en la problemática existente hoy en día en torno a los Estados-nación versus nacionalismos una tergiversación intencionada del pasado y, en base a ella, una justificación continua de las actuales decisiones políticas.

En efecto, la historia de las naciones-Estado y, fundamentalmente, de su polémica frente al nacionalismo es, probablemente, el mejor ejemplo que la historiografía aporta sobre la primacía de la “historia de las tradiciones”. Un texto de Pierre Vilar nos mete de lleno en esta problemática. Dice así: “Para la inmensa mayoría de los españoles no había otra nación constituida por el Estado histórico. Sin embargo, los que rechazaban más encarnizadamente el carácter de “nación”de Cataluña, luchaban contra su “nacionalismo”. A la vez que afirmaban que éste no era más que una “invención” minoritaria, hacían responsable a cualquier catalán de la existencia de un “catalanismo”. Esto equivalía a reconocer el grupo y, por esta misma razón, a reforzar en él la consciencia de grupo. Todos los adversarios de movimientos nacionales nacientes han caído en las mismas contradicciones.”[23]

Con estas palabras explicaba Pierre Vilar, en su libro Cataluña en la España moderna, uno de los grandes malentendidos que han forjado la heterogénea Europa actual, recogiendo al mismo tiempo la tesis de la tradición inventada que veíamos en el epígrafe anterior. De una parte, los Estados rechazan toda nación potencial que no ha llegado a actualizarse ella misma en Estado –idea esta muy ilustrada y, por tanto, fuertemente combatida por el espíritu subjetivo de los pueblos, aferrados a sus tradiciones aunque éstas sean imaginarias–; y de otra, se rebelan contra un nacionalismo de hecho, en muchos casos más enraizado que el de ciertos Estados recientemente constituidos. Sobre esta contradicción se han ido forjando en la Europa actual fuertes identidades, en muchos casos problemáticas, que buscan cabida en la nueva estructura política del continente. El propio Hobsbawm hace mención de la ambigüedad terminológica: “Se ha llegado a un punto en que los términos “estado” y “nación” son intercambiables […] está claro que tal identificación es bastante reciente históricamente..”[24]

Un breve recorrido por la evolución histórica del término “nación” nos remonta al menos hasta la Edad Media. Entonces implicaba meramente un sentido geográfico, y quizá una conciencia de intereses comunes. Pero no será hasta los siglos XV-XVI cuando un mosaico de Estados-naciones, propiciado por la burguesía, ponga fin a la utopía cristiana –que, como luego veremos, es en esto idéntica al ideal marxista– de la comunidad universal, y sienta las bases para la concienciación tanto nacional como nacionalista.

Hasta aquí –siguiendo el ejemplo que me servía de introducción– tan nación era Cataluña como España. Pero a partir de la Revolución francesa los vínculos en torno a la nación van a variar. A finales del siglo XVIII surge, de este modo, en el marco de la Europa Occidental, la idea de que la pertenencia a una comunidad estrictamente política como el Estado es un elemento de unión tan importante como cualquier rasgo cultural.

Sin embargo, aunque este argumento sea válido, no lo es igualmente si se invierte su sentido: cualquier otro rasgo cultural –que no sea el político–, no puede formar libremente un Estado. Pues bien, esta paradoja es la que numerosos nacionalismos europeos han denunciado y por la que legitiman su tradición cultural en caracteres suficientemente añejos como para consolidar presuntos derechos políticos, es su reivindicación más frecuente. Tanto la Revolución francesa como la americana, identifican nación con Estado, restringiendo, pues, a los pueblos sin Estado, pero que se sentían nación, las posibilidades de autodeterminación política. De este modo, la fórmula que se consagra define la nación como el conjunto de ciudadanos que, en virtud de su soberanía, se constituyen en un Estado. Nada que ver, pues, con los particularismos étnicos: la nación, como sujeto político, es una organización utilitaria, construida por la inventiva política. En palabras de Hobsbawm: “…en esa época la esencia de los movimientos nacionalistas no consistía tanto en la independencia como tal, sino más bien en la construcción de estados «viables»; en resumen, la «unificación» más que el «separatismo».”[25]

Frente a esta doctrina imperante, se va creando en Europa numerosa literatura, histórica en su forma pero apologética en su substancia, con lo que se pretende justificar el nacionalismo, y reconstruir una identidad –en otras palabras, hacer acopio de un volumen significativo de tradiciones inventadas– en función de la cual pueda luego argumentarse a favor de la independencia política. De esta manera, ya en el siglo XIX Europa acoge dos potentes ideas enfrentadas: la oficial, que defiende una nación política, en un orden objetivo delimitado por la ley; y otra, más o menos marginal, heredera del Romanticismo alemán, que apoya una nación cultural, impregnada en todas las esferas de la vida social. Pues bien, esta situación se va a prolongar hasta el periodo de guerras en el que ya no parece importar ningún principio teórico frente a las necesidades estratégicas: la descolonización había creado nuevos estados; pueblos tradicionalmente unidos eran divididos en virtud de acuerdos, que al mismo tiempo unían a otros culturalmente irreconciliables. Hasta conseguir, en fin, un mapa en el que ni las naciones coinciden con los Estados históricos, ni éstos unen intereses culturales homogéneos, ni se asientan, siquiera, en fundamentos pragmáticos.

Así pues, cuando la situación del nacionalismo parecía comenzar a estabilizarse en América, Asia, África o el mundo islámico, en Europa, los movimientos de nacionalismo separatista se agudizan. Tras el desmembramiento de la U.R.SS. y Yugoslavia, la creación de Estados ha proliferado a un ritmo incesante. Sin olvidar, claro está, los nacionalismos latentes en España, Italia o Gran Bretaña, que por diversas razones entienden que sus diferencias culturales merecen una determinación política independiente. Ahora bien, frente a este nacionalismo siempre enfrentado al Estado en el que estuviera históricamente inmerso, Europa se ha embarcado en la tarea de un proyecto común. De ahí que, al menos, dos sean las grandes tendencias que ahora limitan el sentir nacionalista y que aspiran a marcar el futuro de las relaciones internacionales y, consecuentemente condicionan la manera de pensar el siglo XX. En primer lugar, un tendencia que va hacia la integración en grandes comunidades supranacionales, en especial por la extensión a escala mundial de las relaciones económicas. Y paralelamente, otra tendencia fundamentada en el rechazo de los efectos alienantes de la homogeneidad y en la afirmación de la propia personalidad de cada nación.

Los nacionalismos, por tanto, en la Europa actual, ya no miran hacia su gobierno central como la gran amenaza para la consolidación de su identidad, sino que ahora deben luchar contra el nuevo superestado en gestación. Así, de una parte aspiran a su integración en las organizaciones internacionales, bien es cierto que como identidad independiente. Y de otra, miran con recelo la necesaria cesión de soberanía y originalidad que una Europa unida requiere. En todo caso, según Hobsbawm, la situación actual dista mucho del antecedente decimonónico: “…el movimiento nacionalista característico… es separatista […] y el concepto de viabilidad del estado ha experimentado una completa transformación [hacia la aceptación de pequeños territorios]”[26]

Hasta el momento, la Unión Europea ha dado muestra de una voluntad finalmente integradora: la aceptación de las distintas lenguas de cada región, la política socio-económica centrada en  los desequilibrios primero regionales y luego estatales, o las pretensiones “neo-federalistas” al menos de ciertos sectores, hacen cobrar esperanzas a los nacionalismos europeos. Pero frente a ello, es fácil percibir que una unión de esta magnitud, más que otorgar poder a las regiones particulares, se encamina hacia una difuminación del poder en la misma línea que se difuminaron las fronteras económicas. De modo tal que, finalmente, igual que se ha extendido el libre mercado se instituirá una “libre política”, que más que libertad, lo que propicia es homogeneización en el rumbo que marque el más fuerte. Dicho en otras palabras: es muy probable que este respeto por la pluralidad se transforme en una marginación de aquellos Estados, regiones o pueblos que no superen “los distintos listones de Maastricht” que se vayan imponiendo; y, por el contrario, en una supremacía de aquellos que consigan ser auténticos ciudadanos del macroestado europeo.

En definitiva, aquellos que accedan a la primacía económica, marcarán el sendero político y por consiguiente determinarán los criterios de lo que la nueva cultura “europeounitarista” debería ser. Europa, en fin, terminará dando la oportunidad a los pueblos poderosos de consolidar su nacionalidad, pero amenaza a pueblos, incluso a Estados que jamás han tenido que luchar por su identidad, a adaptar sus estructuras a las neoeuropeistas –es decir, perder buena parte de su consciencia nacional– o perder la oportunidad de ingresar en la Unión. Para Hobsbawm: “…la multiplicación de estados soberanos independientes cambió sustancialmente para muchos de ellos el sentido del término “independencia”, convirtiéndolo en un sinónimo de “dependencia” […] Son dependientes económicamente […] de las grandes potencias y de las empresas multinacionales.”[27]

Los nacionalismos europeos, convencidos ya de que han llegado tarde a la Historia para formar su propio Estado, al menos tienen ahora la oportunidad de alcanzar un cierto grado de autodeterminación; eso sí, siempre y cuando estén a la altura de las circunstancias. Ahora bien, si esto representa el recorrido del siglo XX desde la óptica de los nacionalismos frente a los Estados y a través del juego de las tradiciones político-culturales más o menos inventadas, la pregunta sería ahora cómo reelaborar esta situación de lucha entre identidades desde la perspectiva del marxismo. En otras palabras, hasta qué punto es posible defender desde la posición de un marxismo –por tradición, universalista– las reivindicaciones de los nacionalismos, por definición particularistas, identitarios.

Si el objetivo inicial del trabajo es pensar el siglo XX desde la mirada de Hobsbawm, el espíritu que debemos retomar ahora es el que el propio historiador apunta en el Prefacio de Política para una izquierda racional: “hacer lo que Marx sin duda hubiese hecho, esto es, reconocer la nueva situación en la que nos encontramos; analizarla de manera realista y concreta; analizar las razones –históricas y de otro tipo– de los fracasos y de los éxitos del movimiento obrero, y formular no sólo lo que nos gustaría hacer, sino lo que se puede hacer.”[28]

 

***

 

Nacionalismo y socialismo no son conceptos antagónicos ni para Marx ni desde luego tampoco para Hobsbawm; pero aún menos pueden esgrimirse como conceptos complementarios y todavía menos como conceptos interdependientes.

 

“Pintar de rojo a Adam Smith […] es tan poco aceptable como pintar de rojo el nacionalismo…”[29]

 

En el capítulo sobre “Socialismo y nacionalismo: algunas reflexiones sobre «el derrumbamiento de Gran Bretaña»”, cuarto de los que componen su obra Política para una izquierda racional, Hobsbawm aborda la cuestión del “nacionalismo de izquierdas” –o a la inversa, según expresión del propio historiador, “marxismo nacionalista”– desde varios puntos de vista, todos ellos encaminados a desacreditar la tesis en virtud de la cual la reivindicación autonómica de un pueblo puede tener alguna relación con el avance en política social, como base de alguna de las actuales políticas de izquierda. Desde las primeras páginas lo afirma con toda nitidez: “los marxistas, como tales, no son nacionalistas. Como teóricos no pueden serlo […] No pueden ser nacionalistas en la práctica, puesto que por definición el nacionalismo subordina cualquier otro interés a los de su “nación” específica”.[30]

En todo caso, el marxismo, aunque se mantenga teóricamente al margen de iniciativas estrictamente nacionalistas, por esencia ha de renegar de sus aspiraciones al menos en dos respectos: en primer lugar, el anhelo por defender el espacio exclusivo y diminuto de su “nación” contradice la tesis marxista de unir al proletariado internacional contra el capital en torno a un movimiento universal; y en segundo lugar –enlazando ahora con los epígrafes precedentes- el marxismo que, como perspectiva histórica, pretende dejar de interpretar el mundo para cambiarlo, se compadece mal con posturas tan arraigadas en el pasado, en unas tradiciones –en muchos casos inventadas-, y en un concepto moderno de Estado actualmente en entredicho, como lo son las posturas nacionalistas de nuestros días. Por ello, señala Hobsbawm: “Todo marxista […] mirará con recelo a aquellos partidos marxistas que sitúan la independencia de su nación por encima cualquier otro objetivo sin tener en cuenta el contexto en que se encuentran.”[31]

El marxismo, en fin, debe posicionarse también ahora en contra de cualquier forma de “tradición inventada” como justificación ideológica de formas de identidad excluyentes, y a favor, en cambio, de la inclusión constante de costumbres plurales, identificadas hoy en día con formas de interculturalismo[32]: “… los marxistas continuarán siendo no simplemente enemigos del “chovinismo de la gran nación”, sino también del «chovinismo de la nación pequeña»…”[33].

Todo lo cual conduce a Hobsbawm a mirar con cierta nostalgia la pérdida del “internacionalismo proletario” a favor de las revoluciones nacionales y locales[34] de las postrimerías del siglo XX, que se alejan de aquella descripción que sobre el marxismo aporta el propio autor en su autobiografía, destacando como elemento fundamental el internacionalismo; el comunismo debe ser un movimiento para toda la humanidad y no para un sector en concreto de ella[35].

En definitiva, el marxismo es en esencia universalista y, en consecuencia, la historiografía –desde la perspectiva de Hobsbawm– también debe serlo; al menos ha de ser antirrelativista. En rigor, es posible, finalmente, establecer un paralelismo entre el relativismo histórico –al que se acogen los grupos identitarios–, para el que es más importante la “significación” (en qué afecta lo que ocurrió a los miembros de un grupo particular) que la explicación racional de los hechos históricos (lo que ocurrió como tal), y el universalismo que, de la mano del marxismo, pretende explicaciones que impliquen a toda la humanidad a partir de unas bases económico-materiales y no emocionales.

 

 

 

4. APLICACIÓN POLÍTICA: CÓMO PENSAR LOS NUEVOS MODELOS POLÍTICOS.

 

“… el presente de cualquier nación lo definen sus ciudadanos, no las voces ancestrales de su tierra, la historia de la vida en común, no la memoria impostada de la teología nacionalista; la convivencia integra-dora, no la soledad del campa-nario.”[36]

 

“Nuestra época quedará marcada por el romanticismo de los exiliados. Se forma ya la imagen de un universo donde nadie tendrá derecho de ciudadanía. En todo ciudadano de hoy yace un apátrida futuro.” [37]

 

 

 

A la luz de lo visto hasta el momento es posible afirmar que el siglo XX ha supuesto, antes que nada, la consolidación del modelo de Estado-nación como base del organigrama político occidental; la consolidación, pues, de ciertas “tradiciones inventadas” en detrimento de otras igualmente imaginarias, pero también el cuestionamiento de este modelo a favor de nuevas formas políticas de desigual magnitud. Así lo percibe Hobsbawm como síntoma evidente de la postguerra: “En la medida en que la economía transnacional consolidaba su dominio mundial iba minando una grande, y desde 1945 prácticamente universal, institución: el estado-nación, puesto que tales estados no podían controlar más que una parte cada vez menor de sus asuntos.” [38]

Paradójicamente, mientras se incrementa la voluntad de autodeterminación –mimética de estos Estados-nación– de ciertas regiones, los Estados ya consolidados se unen y dispersan su soberanía a favor de instituciones supranacionales en todos los ámbitos.

A finales del siglo XX se vive, pues, en Occidente una tensión, una dicotomía que enfrenta, en torno al concepto de Estado, una corriente que de algún modo recupera el “principio del umbral”, pretendiendo establecer un criterio instrumental –en este caso económico–, conseguido el cual un pueblo podrá pertenecer a alguno de los grandes Estados en gestación (el listón de Maastricht para poder ser ciudadano de la U.E. fue un claro ejemplo). Y de otro lado, se enfrenta una corriente afín a una concepción cultural de nación que, aferrada al “principio de las nacionalidades”, entiende que cualquier conjunto de personas que se considere nación debe reivindicar su derecho a la autodeterminación. Pues bien, en esta dialéctica se enmarca el presente y el futuro del concepto de Estado, y la posibilidad de dar una respuesta política a la cuestión de cómo pensar el siglo XX en los inicios del XXI.

Lo cierto es que el Estado moderno ha alcanzado un nivel de eficacia y adaptabilidad que difícilmente se podría entender en crisis sin señalar ciertos matices. Un territorio definido sobre el que el Estado ejerce su soberanía; una población definida, aunque heterogénea, sobre la que el Estado se funda; y un poder soberano que detenta el Estado con instrumentos burocráticos, militares y policiales, son rasgos aún presentes del Estado clásico. ¿En qué sentido se puede hablar entonces de crisis de la forma política estatal? En rigor, se trata más bien de una crisis doctrinal, es decir, aún no concretada en la praxis histórica. Se define en términos de tendencias contradictorias: de una parte, la globalización une a todos los Estados en un sistema multiforme de intercambio de comunicaciones; pero, de otra parte, estos mismos Estados sufren una creciente fragmentación en virtud de la reivindicación de su identidad.

En cualquier caso, tanto en el bloque soviético como en el Occidental se dieron estas contradicciones que, ahora, tras la desintegración de la política bilateral, incluso se ven incrementadas. Así, se podría apuntar la política de bloques en tanto inicio de las tensiones internacionales postbélicas como uno de los elementos determinantes que van a propiciar los pactos y uniones artificiales, con los consiguientes desmembramientos devenidos posteriormente. Pues bien, volviendo al plano teórico, las consecuencias de esta estructura de bloques nos conduce, de nuevo, a la crisis del Estado.

Las naciones, conscientes de su pertenencia a un espacio sociopolítico diferente al de su Estado, integradas en asociaciones como la O.T.A.N. o el ya extinto Pacto de Varsovia, ponen en cuestión el concepto de soberanía nacional. Estas y otras organizaciones, tanto militares como económicas, incluso sencillamente ideológicas, van acumulando razones para la desacreditación de postulados clásicos como: la inspiración de las políticas en meras razones de Estado o la necesidad de un ejército nacional como garantía de unidad estatal. Y estas consecuencias se agudizan aún más en nuestros días. En la situación actual ya no se puede hablar de una estructura bilateral y, sin embargo, el proceso creador de organizaciones internacionales no cesa. De este modo, un análisis del panorama actual se define mejor entre norte y sur, y las tensiones, rebajadas en lo militar por los acuerdos nucleares, se acrecientan en lo económico con la incorporación de nuevas potencias (Japón, Alemania, China… incluso Rusia) en la dinámica de libre mercado. En rigor, se puede afirmar que, tras el desmantelamiento de los bloques, el nuevo orden mundial se define por una interdependencia económica, cuyo reflejo en las políticas estatales es palmario.

Por lo demás, toda esta estructura interdependiente en el campo de la economía ha tenido unos efectos homogeneizadores en la cultura, la sociedad y  la política que están marcando el rumbo de los últimos años. Estas alteraciones del orden político mundial se pueden concentrar en al menos dos puntos de interés. De una parte, parece presentarse como una exigencia histórica la aceptación de la democracia parlamentaria como forma de Estado global, pero también la economía de mercado como sistema de asignación de recursos, lo cual parece implicar la desintegración del poder unitario del Estado clásico, en el sentido que vengo apuntando, es decir, a favor de la interdependencia. Y de otra parte, es evidente la cesión de soberanía por parte de estos mismos Estados con vistas a la creación de nuevas formas políticas supranacionales, tanto por la vía de los órganos institucionalizados de debate internacional para la coordinación de políticas generales, como por la de intermediación en un proceso configurador de una unificación cada vez más universal.

En síntesis, el siglo XXI avanza con tres frentes socio-políticos abiertos, de cuya elección depende la apuesta por un proyecto de futuro más universalista –en el que no es necesario reconocer una estrategia ideológica marxista pero sí una interpretación marxista de la historia–, sometido a la eliminación de fronteras y a la equiparación de derechos y deberes ciudadanos, o por un proyecto continuista con la doctrina clásica del Estado, con un régimen de férrea protección arancelaria, y cuyo máximo aperturismo se concentre en la deslocalización empresarial hacia Estados más pregnables.

Parafraseando a Nietzsche se podría decir que “de nada habrá servido matar al Estado si aún mantenemos la creencia en sus elementos clásicos.” Si a nivel micro- reproducimos dichos elementos a través de los nacionalismos, y a nivel macro- ocultamos por medio de “confederaciones” –en todo caso de Estados– los mismos elementos (defensa militar unitaria, unidad de tributos, defensa de las fronteras territoriales y derecho de ciudadanía), los nuevos modelos políticos tan solo serán un espejismo.

Sin embargo, algunas iniciativas de los últimos años hacen pensar en una alternativa, en un tercer frente socio–político dispuesto para nuestra elección. Por mantener el mismo esquema, tanto a nivel micro-, con la creación de organismos activos tipo O.N.G. o proyectos teóricos como la Europa de las Regiones, como a nivel macro-, a través de la consolidación hipotética de espacios como un Tribunal Universal –evito conscientemente el adjetivo internacional– de Derechos Humanos, las propuestas son muy numerosas y se están demostrando eficaces.

 

 

 

5. CONCLUSIÓN: CÓMO PENSAR, ENTONCES, EL SIGLO XX SI SE JUZGA POR SU FINAL.

 

“La historia […] es el registro de los crímenes y de las locuras de la humanidad. Pero no ayuda a hacer profecías.”[39]

 

 

Ahora bien, aunque el pasado no debe condicionar –a la manera de una idea de progreso unidireccional que nos conduzca al “fin de la historia”– los proyectos políticos de futuro, y por tanto, no se muestre eficaz para elaborar profecías, sí nos aporta los ingredientes más básicos para empezar a andar en una u otra dirección. A partir de estos ingredientes es oportuno plantearse, una vez “pensado el siglo XX”… ¿Será el siglo XXI el fin de la hegemonía de los EE.UU., o bien el siglo de la U.E., o bien el siglo del continente asiático? O, desde un enfoque menos tradicional… ¿Será el siglo de la universalización de derechos y deberes, de la administración por servicios, o será, nuevamente, el siglo de los macroestados?

Para Hobsbawm, la plataforma histórica sobre la que planea esta cuestión es clara pero no definitiva. Efectivamente, tras la Edad de Oro posterior a la segunda Guerra Mundial, Occidente ha visto cómo se iniciaba un periodo de derrumbamiento, cuya culminación simbólica más conocida podría ser la caída del muro de Berlín. Sin embargo, este dato –que para algunos intelectuales, proclives al eje liberal, determina la primacía del modelo norteamericano (el más conservador, políticamente hablando, de los dos grandes modelos occidentales)–, en opinión de Hobsbawm, lejos de poner punto final a la historia, sólo supone una crisis, teóricamente muy necesaria, de todas las formas posibles de organizar las sociedades desde un punto de vista positivo. Ahora -afirma este autor- la manera de identificar a un grupo es, desde una óptica negativa, establecer quienes no forman parte de él, es decir, por exclusión. Este presupuesto invita a “pensar el siglo XXI” como una vuelta a empezar de la historia, según una nueva ponderación de los elementos políticos preexistentes, puesto que las circunstancias epocales son muy diferentes.

Para empezar, el mundo actualmente ha dejado de ser eurocéntrico a favor de la primacía norteamericana, seguida muy de cerca por los llamados “tigres asiáticos”. En segundo lugar, la organización político-económica más operativa ha empezado a adquirir tintes abstractos en forma de “aldea global”, de modo que las decisiones se toman a nivel mundial, aunque no por todo el mundo. Por último, este proceso globalizador, en cuanto a los efectos –que no a la toma– de las decisiones va acompañado de un proceso de individualización capitalista, que ha hecho variar notablemente el modelo de relaciones humanas y comerciales desde el comienzo del siglo.

Estas tres coordenadas básicas, en las que sitúa Hobsbawm el punto de inflexión que invita a un nuevo replanteamiento de la dirección histórica, se completan con un dato concreto que el propio autor apunta en su Historia del siglo XX[40], a saber: la decisiva intervención de los EE.UU., a través del Plan Marshall, en la configuración de una Europa unida en virtud de unos mismos presupuestos económicos librecambistas. Así pues, el panorama que diseña Hobsbawm para empezar a pensar el siglo XXI está trazado sobre la base de una expansión inusitada de la economía liberal y de la política social que ella conlleva, generando con ello una sensación de “quietud histórica”, que sólo una reestructuración de los elementos clásicos de la política estatal podría alterar.

Pues bien, esta reestructuración se está empezando a percibir tanto en instancias de poder macrooperativas como de nivel micro-, en las que ya no tienen cabida casi ninguno de los presupuestos que aseguraban la continuidad de la organización clásica estatal. El periodo de turbulencias político-económicas que ha propiciado el fin de siglo –y que Hobsbawm describe en el último capítulo de su Historia del siglo XX[41]– es el mentís claro de una quietud propia del fin de la historia. La globalización, definida por los parámetros de la deslocalización empresarial, junto al más férreo proteccionismo de los Estados poderosos, corre pareja a la creación de nuevos pequeños Estados, cuya supervivencia está en entredicho; y, frente a estos movimientos conservadores, tanto a nivel mundial, con la creación de grupos de presión no estatales, como a nivel continental, con propuestas regionalistas que manejan intereses más cercanos a los ciudadanos, se van generando iniciativas que, sin recrearse en el derrumbe del comunismo, son capaces de plantar cara al estatalismo encubierto que propicia el movimiento libre de capitales.

Según el planteamiento de este trabajo –tendente a la superación de la forma clásica de Estado– sería un error sugerir ahora la preponderancia de los EE.UU., los Estados europeos o los Estados asiáticos, puesto que el nivel en discusión no es ya nacional. Sin embargo, un hecho parece claro: así como en la perspectiva de la iniciativa individual a lo largo de todo el planeta se observan movimientos organizativos alternativos al Estado, desde la perspectiva comunitaria, creo que es Europa –más concretamente, la U.E.- el espacio más propicio para imaginar un siglo XXI menos estatalista. Al margen ahora del modelo asiático –mimético del modelo mercantil estadounidense, por más que arraigado en un distinto folklore–, podemos observar la diferente situación con la que se afrontan, a ambos lados del océano, las mencionadas turbulencias de la mano de Jeremy Rifkin.

En un artículo publicado recientemente en El país[42], Rifkin enmarca la crisis económica de la U.E., surgida tras las votaciones acerca de la Constitución, en la dicotomía neoconservadores-socialistas, en otras palabras: libre mercado/Estado de Bienestar. Así expuesta, la crisis esquiva la problemática acerca de la organización política y se centra únicamente en el ámbito económico. Ahora bien, si tenemos en cuenta la escasa incidencia político-social que están teniendo los progresos en la construcción europea y los avances, explícitos en el borrador de la Constitución, a favor de una economía librecambista, no parece que tal problemática sea exclusivamente económica, sino que pasa, más bien, por una distinta consideración de políticas sociales equitativas tomando como sujetos de las prestaciones a los ciudadanos, o de políticas sociales al amparo de la mayor o menor fortaleza económica de los estados. Cierto es, en todo caso, que la opción por una u otra política social implica la renuncia o no a un capitalismo galopante –conservador por esencia de la organización política que le ha dado sus mayores éxitos–, pero no por ello necesariamente la restauración de un modelo socialista.

Para Rifkin es claro que ambas ideologías –la capitalista y la comunista– han fracasado históricamente. La caída del muro de Berlín supuso el simbólico final del comunismo, y, de modo algo más difuso pero de mucho mayor impacto demográfico, el continuo distanciamiento entre ricos y pobres al albur del “desarrollo sostenible” del “capitalismo social”, determinan para este autor las piedras de toque de un declive ideológico generalizado. De algún modo, el “fin de las ideologías” nada tiene que ver -como podría parecer- con el “pensamiento único” sino con un “borrón y cuenta nueva” de las estructuras político-económicas de Occidente. Sin embargo, Rifkin no propone una alternativa nueva sino que se acoge –y así responde a la pregunta “cómo pensar el siglo XXI”– a una suerte de “tercera vía”, incipiente pero ya en peligro, para la U.E.

Desde mi punto de vista, con ello cae de nuevo en la trampa de considerar que el pensamiento de Occidente ha entrado en una vía muerta y que sólo se puede “innovar” con los elementos ya dados. La cuestión, sin embargo, no es esa: de nada servirá una U.E. con una economía social reformada si la organización política estatal y administrativa va a seguir distinguiendo entre una Europa de dos velocidades, con Estados de primera y de segunda. Por el contrario, una economía social reforzada, acompañada de las oportunas adaptaciones a la nueva situación mundial en la organización político-administrativa, podría significar el despegue de una nueva ideología y un renovado liderazgo de Europa, con el que afrontar el siglo XXI.

Ahora bien, por el momento, y retomando el análisis hecho en epígrafes anteriores, se puede apreciar una clara deficiencia del proceso de descentralización administrativa, fruto del deseo de mantener los límites rígidos de un modelo clásico de Estado, a lo que cabe añadir la amenaza de los nacionalismos, miméticos de este mismo modelo. Todo ello conduce a replantearse la teoría política estatal derivando los nacionalismos políticos hacia formas de colaboración efectiva bajo instituciones comunes y liberando los nacionalismos culturales bajo la idea de la Europa de las Regiones, sin, por ello, identificar soterradamente la soberanía con un Estado único europeo.

De este modo, los nacionalismos se diluirían en la pluralidad político-cultural de una Europa, donde la actividad política pasaría por los ciudadanos con intereses comunes y no por ciudadanos con un documento nacional de identidad concreto. Al mismo tiempo, la tecnificación del concepto de Estado, se iría desfigurando en una “descentralización por servicios” en la que, como ya explicaba en mi artículo “La Constitución de la U.E. o el coraje de la ignorancia”[43]: “… el tipo tradicional de organización administrativa por órganos estructurados verticalmente es sustituido por una repartición horizontal de las funciones divididas entre unidades organizativas especializadas, por otra parte dotadas de una personalidad jurídica separada.”

En esta última dirección se apuntan ya las líneas de tendencia de la moderna organización administrativa, la cual, por qué no, podría iniciar la configuración de un nuevo modo de Estado para el siglo XXI, para el siglo de las relaciones transnacionales al margen de los gobiernos centrales, de la diversidad regional asumida y de la intervención ciudadana, más allá de los tecnicismos democráticos.

En cuanto al ámbito concreto de la soberanía, la propia apertura al exterior ha obligado a los Estados a establecer una segunda forma de limitación de su soberanía.

Desde un aspecto interno, las teorías federalistas –hacia las que parece encaminarse Europa– han supuesto un reparto de los campos materiales de soberanía a través de la concesión del máximo de autonomía en el interior del Estado a las comunidades locales, bien mediante la descentralización, bien mediante la creación de verdaderos Estados federales. Y desde un aspecto externo, los Estados condicionan sus actuaciones por voluntades ajenas al Estado, ya sea con carácter coactivo o voluntario, como es el caso de Europa, donde obligados por la coyuntura todos ceden la menor parte de soberanía posible para que Europa sea una realidad. Porque lo cierto es que, en rigor, ceder soberanía es una de las mayores preocupaciones de los miembros de la Unión.

Ahora bien, cómo conseguir una unión política sin configurar una soberanía europea por encima de los intereses particulares de cada nación. Es perfectamente posible acordar un tratado comercial, para afianzar una unión económica, en el que cada uno persiga sus beneficios, máxime habiendo aceptado los principios del libre comercio; pero lo que no resulta tan simple es unirnos política y socialmente porque ello presupone aceptar otro principio consolidado en Occidente: el Estado del Bienestar. Y, obvio es decirlo, propiciar un mínimo de servicios a todo ciudadano –esta vez europeo–, por el mero hecho de serlo, exige previamente que esos mínimos se equilibren y, claro está, para ello se ha de ceder no sólo soberanía sino también apoyo económico de los países más ricos hacia los más pobres, o mejor dicho, de los ciudadanos más ricos hacia los más pobres.

Pues bien, este doble reto consistente de una parte en abrir un mercado único donde las macromagnitudes económicas sean equiparables entre los distintos Estados, y de otra en configurar una Unión donde las rentas per capita sean equivalentes, es el reto que enfrenta la primacía de una convergencia nominal o una real en el camino hacia la unión definitiva. Ahora bien, el proclamado vuelco de la mirada europea hacia los problemas sociales no significa que se les haya dado ahora prioridad sino, meramente, que, como para alcanzar la convergencia social primero, se crean unos desequilibrios en el seno de la Unión que sólo pueden solucionar estableciendo compensaciones por parte de la Administración comunitaria. Y es en este punto donde estallan las desavenencias. Entonces la cesión de soberanía resulta desmesurada en opinión de los más ricos y surgen movimientos patrióticos, en el fondo profundamente antieuropeístas. Porque aunque las fronteras económicas se hayan borrado fácilmente, puesto que el capital no tiene pasaporte, no se puede decir lo mismo de las barreras políticas.

Es cierto que la diversidad cultural enriquece una federación o un mero acuerdo mercantil pero, en unidad, dicha diversidad –según está demostrando la historia– se hace rival y exige un fuerte denominador común para obviar las diferencias. Por tanto, si a simple vista podría parecer que la comunidad se asentaba sobre el principio de la unidad, tras la experiencia de cómo han evolucionado estos años se puede concluir que más bien se asienta sobre el principio del terror. Seguramente es la amenaza de no ser un bloque compacto y poderoso frente a los otros bloques mundiales –EE.UU. y Japón-, el único impulso que puede mantener un proyecto europeo.

El pasado 29 de junio, Hobsbawm publicó en El Mundo[44]  un artículo de opinión que podría servir de remate y respuesta a su manera de empezar a “pensar el siglo XXI”. En él, Hobsbawm propone tres continuidades que han reafirmado hasta el 2001 la supremacía de EE.UU. en el mundo: su posición preponderante económicamente hablando, su imperialismo de protectorados y no de colonias, y su carácter mesiánico; al mismo tiempo, razona las consiguientes discontinuidades que, desde principios del siglo XXI, se perciben: el auge de las economías asiáticas, más competitivas y aún menos interesadas en destinar recursos a la política social, la excesiva ambición expansionista sólo fundamentada en planteamientos técnico-comerciales, y el cambio de enemigo planetario entre la U.R.S.S. y el Islam, burdamente maniqueo.

Pues bien, el hecho de que estas discontinuidades estén poniendo en tela de juicio la hegemonía de EE.UU. ha incrementado las ansias por extender su poder omnímodo, sólo factible por su preponderancia militar. Hobsbawm piensa el siglo XXI en términos muy pesimistas, pero aún mantiene la confianza en un cambio de rumbo: “Parece razonable pensar que el proyecto [de hegemonía de EE.UU.] va a fracasar.”[45]

Para ello es, sin embargo, necesario volver a su concepto de historia; que no entienda ésta como una red que envuelve a los sujetos de un modo inevitable, sino como un proceso en construcción, al modo marxista; y así concluyen precisamente sus Años interesantes: “El mundo no mejorará por sí solo”.[46]


6. BIBLIOGRAFÍA:

 

 

·         E. HOBSBAWM,

·           Años interesantes. Una vida en el siglo XX; Barcelona 2003, ed. Crítica.

·           Historia del siglo XX; Barcelona 1995, ed. Crítica.

·           La invención de la tradición; Barcelona 2002, ed. Crítica.

·       Política para una izquierda racional; Barcelona 2000, ed. Crítica.

·       Manifiesto para la renovación de la historia; http://www.redvoltaire.net, 28 de febrero de 2005.

·       Las revoluciones burguesas (II); Madrid 1976, ed. Guadarrama.

·       Los neocon se apuntan a la revolución global; El Mundo, miércoles 29 de junio de 2005.

·         L. CABRERA en: T. OÑATE (ed.) Ética de las verdades, El Viejo Topo, Barcelona, en prensa.

·         E. H. CARR, ¿Qué es la historia?; Barcelona 1978, ed. Seix Barral.

·         E. M. CIORÁN, Silogismos de la amargura; Barcelona 1990, ed. Tusquets.

·         F. GARCÍA DE CORTÁZAR, Los mitos de la historia de España; Barcelona 2003, ed. Planeta. Historia y Sociedad.

·         J. I. PICHARDO, Reflexiones en torno a la cultura: una apuesta por el interculturalismo; Madrid 2003, ed. Dykinson.

·         Q. RACIONERO,

·                                “La Historia en el tiempo de la Posthistoria”, en R. CRISTÍN, Razón y subjetividad. Después del Postmodernismo, Buenos Aires, Almagesto, 1997.

·                                “Polemics and historical methodology”, Actas del Congreso Mundial de Filosofía (2004), Estambul, en prensa.

·         J. RIFKIN, Europa y el futuro del capitalismo, El País, jueves 23 de junio de 2005, artículo de opinión.

·         P. VILAR, Cataluña en la España moderna; Barcelona 1978, ed. Crítica.

[1] E. H. CARR, ¿Qué es la historia?; Barcelona 1978, ed. Seix Barral, pág. 47.

 

[2] E. H. CARR, op. cit., pág. 53.

[3] E. HOBSBAWM, Años interesantes. Una vida en el siglo XX; Barcelona 2003, ed. Crítica, pág.10.

[4] E. HOBSBAWM, op.cit., pág. 11.

[5] E. HOBSBAWM, op.cit., pág. 13.

[6] Comentario de E.M. Foster acerca de C.P. Cavafis, citado en E. HOBSBAWM, Años interesantes. Una vida en el siglo XX, pág. 377.

[7] E. HOBSBAWM, op.cit., pág. 378.

[8] E. HOBSBAWM, op.cit., pág. 266.

[9] E. HOBSBAWM, op.cit., pág. 273.

[10] Esta mitología es la misma a la que alude Fernando García de Cortázar en  su obra Los mitos de la historia de España; Barcelona 2003, ed. Planeta. Historia y Sociedad, pág. 11: “Los mitos son máscaras, relatos que hallan en la memoria de la gente recuerdos falsos y creencias impersonales”.

[11] Q. RACIONERO “Polemics and historical methodology”, Actas del Congreso Mundial de Filosofía (2004), Estambul, en prensa.

[12] Ibidem.

[13] E. HOBSBAWM, Manifiesto para la renovación de la historia; http://www.redvoltaire.net, 28 de febrero de 2005, pág 4.

[14] Cfr. Q. RACIONERO, “La Historia en el tiempo de la Posthistoria”, en R. CRISTÍN, Razón y subjetividad. Después del Postmodernismo, Buenos Aires, Almagesto, 1997, págs. 133–177.

[15] J. AUSTEN, Northanger Abbey, citado por E. H. CARR, op. cit.

[16] En todo caso, las referencias indirectas a su desapego de las tradiciones son continuas, por ejemplo en su autobiografía Años interesantes cuando alude a su alejamiento del judaísmo tradicional o a las míticas tradiciones de la Inglaterra anterior a 1956; cfr. Págs. 31-333 y 88.

[17] E. HOBSBAWM, La invención de la tradición; Barcelona 2002, ed. Crítica, pág. 21.

[18] Ibidem, pág. 8, subrayado mío.

[19] Ibidem, pág. 318.

[20] Cfr. HUGH TREVOR-ROPER, La invención de la tradición; págs 23–49.

[21] Cfr. E. HOBSBAWM, La invención de la tradición; Págs. 313-314.

[22] Comentario del gobierno oficial indio, citado en R. FIRTH, Symbols, Public and Private, Londres, 1973, pág. 341; citado por Hobsbawm.

[23] P. VILAR, Cataluña en la España moderna; Barcelona 1978, ed. Crítica.

[24] E. HOBSBAWM, Política para una izquierda racional; Barcelona 2000, ed. Crítica, pág. 87.

[25] Ibidem, pág. 89.

[26] Ibidem, pág. 91.

[27] Ibidem, pág. 95.

[28] Ibidem, pág. 8.

[29] Referencia a la expresión de Lenin: “No pintéis el nacionalismo de rojo”, M.N. ROY, Memoirs, Bombay, 1964, pág. 395; citado por E. HOBSBAWM, Política para una izquierda racional, págs. 13, 128.

[30] Ibidem, pág. 98.

[31] Ibidem, pág. 101.

[32] No confundir con el multiculturalismo de carácter más excluyente; cfr. J. I. PICHARDO, Reflexiones en torno a la cultura: una apuesta por el interculturalismo; Madrid 2003, ed. Dykinson, pág. 75.

[33] E. HOBSBAWM, Política para una izquierda racional; pág. 126.

[34] Cfr. E. HOBSBAWM, Historia del siglo XX; Barcelona 1995, ed. Crítica, págs. 442-447.

[35] Cfr. E. HOBSBAWM, Años interesantes. Una vida en el siglo XX; pág. 133.

 

[36] F. GARCÍA DE CORTÁZAR, Los mitos de la historia de España; Barcelona 2003, ed. Planeta. Historia y Sociedad, pág. 14.

[37] E. M. CIORÁN, Silogismos de la amargura; Barcelona 1990, ed. Tusquets.

[38] E. HOBSBAWM, Historia del siglo XX, pág. 423.

 

[39] Ibidem, pág. 576.

[40] Cfr. E. HOBSBAWM, Historia del siglo XX, págs. 241–246.

[41] Cfr. E. HOBSBAWM, Historia del siglo XX, págs. 551–557.

[42] Cfr. J. RIFKIN, Europa y el futuro del capitalismo, El País, jueves 23 de junio de 2005.

[43] L. CABRERA en: T. OÑATE (ed.) Ética de las verdades, El Viejo Topo, Barcelona, en prensa.

[44] E. HOBSBAWM, Los neocon se apuntan a la revolución global; El Mundo, miércoles 29 de junio de 2005.

[45] Ibidem.

[46] E. HOBSBAWM, Años interesantes. Una vida en el siglo XX; pág. 379.

 


Un comentario

6 08 2012
Lencina Maria

gracias x la definición me ayudo muho

Deja un comentario