Maria Antonieta – Stefan Zweig

«Ha habido muchas burlas sobre el hecho de que Luis XVI, al desper­tar del sueño sobresaltado el 14 de julio de 1789, no entendiera ense­guida el alcance de esa palabra recién venida al mundo, «revolución», al recibir la noticia de la caída de la Bastilla. Pero «es demasiado fá­cil, recuerda Maurice Maeterlinck en un famoso capítulo de Sabidu­ría y destino, para los listos a posteriori «decir lo que habría que ha­ber hecho en un momento en el que ya se tiene conocimiento de todo lo que ocurrió». Sin duda, ante los primeros signos de tormenta ni el rey ni la reina advirtieron ni siquiera aproximadamente el círculo de destrucción que alcanzaría este terremoto, pero habría que plantear otra pregunta: ¿quién de entre todos sus contemporáneos percibió ya en esta primera hora la enormidad de lo que estaba empezando, quién incluso entre aquellos que prendieron y avivaron la llama de la Revolución? Ninguno de los líderes del nuevo movimiento popular, Mirabeau, Baily, Lafayette, sospechan ni remotamente hasta qué punto esta fuerza de­sencadenada los llevará mucho más allá de sus objetivos y los arrastrará contra su propia voluntad, porque en 1789 hasta los más furibundos de IIlH posteriores revolucionarios, Robespierre, Marat, Danton, son aún realistas convencidos: Sólo con la Revolución francesa misma se con­virtió el concepto «revolución» en ese amplio, violento y universal concepto que hoy empleamos. Sólo la repetición lo ha acuñado en la sangre y el espíritu, y no ya su primera hora. Curiosa paradoja: para el rey Luis XVI no fue tan funesto no poder entender la Revolución como In contrario: que ese hombre de dotes medianas se esforzó del modo más conmovedor por entenderla. A Luis XVI le gustaba leer libros de historia, y nada había hecho más profunda impresión a ese muchacho tímido que el día en que le presentaron personalmente al famoso caballero David Hume, el autor de la Historia de Inglaterra, porque ése era su libro predilecto: En él había leído, aún siendo delfín, especialmente y con especial tensión, aquel capítulo en el que se describe cómo se hacía la revolución contra otro rey, el rey Carlos de Inglaterra, que finalmente es ejecutado: ese ejemplo actuó como una poderosa advertencia sobre el temeroso candidato al trono. Y cuando en su propio país empezó un movimiento similar de insatisfacción, Luis XVI creyó que lo mejor que podía hacer era estudiar una y otra vez ese libro para aprender a tiempo de los errores de su desdichado predecesor qué era lo que un rey no debía hacer en caso de una sublevación similar: donde aquél había sido enérgico él quiso ser indulgente, esperando con eso evitar el peor de los fines. Pero precisamente ese querer entender la Revolución francesa por analogía con otra enteramente distinta fue fatal para el rey. Porque en los momentos históricos un soberano no puede tomar sus decisiones conforme a resecas recetas, siguiendo modelos que nunca fueran válidos: sólo el instante visionario del genio puede distinguir en el presente lo correcto y salvador, sólo el impulso heroico puede conjurar las fuerzas salvajes y confusas de los elementos. Pero jamás se conjura la tempestad arriando las velas; sigue rugiendo con fuerza indómita hasta que se agota y tranquiliza.

Ésta fue la tragedia de Luis XVI: quiso entender lo que le resultaba incomprensible, hojeando en la historia como en un libro escolar, y protegerse de la Revolución abandonando temeroso toda actitud real. Al contrario que María Antonieta: ella no pidió consejo a los libros y casi a ninguna persona. Reflexionar sobre el pasado y anticipar el futuro no fue su estilo ni en momentos de supremo peligro todo cálculo y combinación estaban alejados de su carácter espontáneo. Su fortaleza humana reposaba únicamente en el instinto. Y l’ instinto dice desde el primer momento un abrupto No a la Revolución. Nacida en un palacio real, educada en la gracia de Dios, convencida de que sus derechos de soberanía eran un don divino, contemplaba de antemano toda petición de la nación como una intolerable sublevación de la chusma: aquel que reclama para sí mismo todas las libertades y todo derecho siempre es el menos inclinado a concederlos también a otros.

Stefan Zweig, María Antonieta, Debolsillo, págs. 233-235

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