Hanna Arendt sobre las migraciones. A propósito del capítulo 11 de La era del Capital

Sobre un texto de Hanna Arendt: en relación con “las migraciones” (Capítulo 11 de La era del capital. 1848-1875, Crítica, Barcelona, 2007, 2ª edic., pp. 202-216).

 

Como señala Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, durante el último siglo, los hombres han tenido tiempo de comprobar lo extremadamente “peligroso” que resulta comparecer en la historia bajo “la abstracta desnudez de ser nada más que humano”, y no disponer de más protección que la proporcionada por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre recogida en las constituciones de sus respectivos países (una protección, como sabemos, que siempre llega demasiado tarde). [H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo. 2. Imperialismo, Alianza Editorial, Madrid, 1982, p. 379].

Según Hannah Arendt, las millones de personas que durante la primera mitad del siglo XX vagaban por Europa lejos de su patria y de su hogar, sin la protección política de sus respectivos gobiernos y de derecho nacional alguno, percibieron rápidamente lo tremendamente «peligroso» que resultaba disponer de la sóla protección del Derecho Natural «inalienable» que les asistía en cuanto miembros de la «raza humana» (Robespierre, Discurso del 24 de abril de 1793). Aunque se pretendía que la legislación de los estados nacionales se establecía sobre la base «natural» -y, por tanto, previamente existente- de los Derechos del Hombre, los apátridas, los «fuera de la ley», las minorías segregadas y los refugiados políticos «estaban tan convencidos de que la pérdida de los derechos nacionales se identificaba [en realidad] con la pérdida de los derechos humanos como de que aquellos garantizaban a éstos. Cuanto más eran excluidos del Derecho en cualquier forma, más tendían a buscar una integración en lo nacional, en su propia comunidad nacional. Los refugiados fueron sólo los primeros en insistir en su nacionalidad y en defenderse contra los intentos de unirles con otros apátridas. Desde entonces, ni un sólo grupo de refugiados ni de personas desplazadas ha dejado jamás de desarrollar una violenta y furiosa conciencia de grupo y de clamar por sus derechos como —y sólo como— polacos, o judíos, o alemanes, etc.» (p. 370). El drama de estos grupos que por uno u otro motivo se vieron empujados fuera del redil de la ley, «no estriba en que se hallen privados de la vida, de la libertad y de la prosecución de la felicidad, o de la igualdad ante la ley y de la libertad de opinión —fórmulas que fueron concebidas para resolver problemas dentro de comunidades dadas— sino que ya no pertenecen a comunidad alguna. Su condición no es la de no ser iguales ante la ley, sino la de que no existe ley alguna para ellos» (p. 374). «La concepción de los derechos humanos, basada en la supuesta existencia de un ser humano como tal, se quebró en el momento en que quienes afirmaban creer en ella se enfrentaron por primera vez con personas que habían perdido todas las demás cualidades y relaciones específicas -excepto las que seguían siendo humanas». Como la historia del siglo XX ha demostrado, lo cierto es que «el mundo no halló nada sagrado en la abstracta desnudez del ser humano» (p. 378). «Llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y esto significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por las acciones propias) y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, sólo cuando aparecieron millones de personas que habían perdido y que no podían recobrar estos derechos por obra de la nueva situación política global. Lo malo es que esta calamidad surgió no de ninguna falta de civilización, del atraso o de la simple tiranía, sino, al contrario, de que no pudo ser reparada porque ya no existía ningún lugar «incivilizado» en la Tierra, porque, tanto si nos gustaba como si no nos gustaba, empezamos a vivir realmente en Un Mundo. Sólo en una Humanidad completamente organizada podía llegar a identificarse la pérdida del hogar y del status político con la expulsión de la Humanidad» (p. 375). «La calamidad que ha sobrevenido a un creciente numero de personas no ha consistido entonces en la pérdida de derechos específicos, sino en la pérdida de una comunidad que quiera y pueda garantizar cualesquiera derechos. El hombre, así, puede perder todos los llamados Derechos del Hombre sin perder su cualidad esencial como hombre, su dignidad humana. Sólo la pérdida de la comunidad misma le arroja de la Humanidad» (p. 376). No ha de extrañar, pues, que estas personas «insistieran en su nacionalidad, el último signo de su antigua ciudadanía, como el único vestigio de su relación con la Humanidad. Su desconfianza hacia los derechos naturales, su preferencia por los derechos nacionales [políticos], proceden precisamente de su comprensión de que los derechos naturales son concedidos incluso a los salvajes», es decir, a los que no formaban parte del «mundo civilizado» (p. 379). Al ser privados de toda protección jurídica concreta y perder el amparo de toda institución política, los hombres se ven privados también de los beneficios de esa «tremenda igualación de diferencias que surge del hecho de ser ciudadanos de alguna comunidad y, como ya no se les permite tomar parte en el artificio humano, comienzan a pertenecer a la raza humana de la misma manera que los animales pertenecen a una determinada especie animal. La paradoja implicada en la pérdida de los derechos humanos es que semejante pérdida coincide con el instante en que una persona se convierte en un ser humano en general -sin una profesión, sin una nacionalidad, sin una opinión, sin un hecho por el que identificarse y especificarse» (p. 381). «El peligro estriba en que una civilización global e interrelacionada universalmente pueda producir bárbaros en su propio medio» (p. 382). Lo cual equivaldría a hacer efectiva, para los así barbarizados, su «expulsión de la Humanidad». Y las consecuencias que puede acarrear esta expulsión no necesitan ser recordadas.

Ante semejante intemperie social, política y cultural, no es de extrañar que los hombres hallan huido a toda prisa en dirección a los viejos dispositivos culturales que antaño les protegían, y que hayan preferido las antiguas servidumbres bajo las que en el pasado transcurría su vida a la libertad consistente en carecer de toda entidad que poseen los habitantes de la “aldea global”. En una palabra, no es de extrañar que la historia reciente se haya llenado, del modo en que lo viene haciendo, de anacronismos.

 

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