Capital-Literatura-novela

 

 

 

“La casa de la narrativa no tiene, en suma, una sola ventana, sino un millón (…) Tienen esta forma particular de que en cada una de ellas hay una figura con un par de ojos, o por lo menos con unos gemelos de campaña, que forman, una y otra vez, para la observación, un instrumento único, que asegura a la persona que lo utiliza una impresión distinta de cualquier otra (…) La novela es por su propia naturaleza un alboroto, un alboroto en torno a algo, y cuanto mayor sea la forma que tome mayor, por supuesto, el alboroto.”

                                                                                               Portrait of a lady, Henry James.

 

 

“Se me acusa a menudo de no tener la suficiente “historia”. A mi me parece que tengo toda la que necesito –para mostrar a mi gente, exhibir sus relaciones entre sí; porque ésa es toda mi medida. Si les miro durante el tiempo que es preciso les veo unirse, les veo situados, les veo ocupados en tal o cual acción y en tal o cual dificultad. En el espectro que tienen y cómo se mueven y hablan y se comportan, siempre dentro del entorno que yo les he encontrado, está lo que cuento de ellos (…) En cuanto al origen de esos propios gérmenes que nos trae el viento, ¿quién sabría decir de donde vienen? Habría que remontarse demasiado lejos, demasiado atrás, para decirlo. ¿Se puede decir otra cosa sino que vienen de los cuatro puntos cardinales, que están ahí casi a cada vuelta del camino? Se acumulan, y siempre estamos escogiendo, seleccionando entre ellos. Son el hálito de la vida –con lo cual quiero decir que la vida, a su manera, nos los sopla. De suerte que, en cierta manera, nos vienen prescritos e impuestos –nos los trae flotando la corriente de la vida.”

                                                                                                                      Ivan Turgeniev.

 

 

“No es posible treparse de nuevo a la vida, ese irrepetible viaje en diligencia, una vez llegada a su fin, pero si se tiene un libro en la mano, por complicado y difícil de entender que sea, cuando se termina de leer se puede, si se quiere, volver al principio, leerlo de nuevo y entender así qué es lo difícil y, al mismo tiempo, entender también la vida.”

                                                                                         En El castillo blanco, Orham Pamuk.

 

         

«Es extraño que se lea tan poco en el mundo y se escriba tanto. La gente, en general, no siente inclinación por la lectura si puede lograr otra cosa que le divierta. Tiene que haber para la lectura un impulso externo: emulación, o vanidad, o avaricia. El progreso que el entendimiento logra por medio de un libro tiene en sí más de molestia que de placer. El lenguaje es pobre e inadecuado para expresar las delicadas gradaciones y complejidades de nuestros sentimientos. Nadie lee un libro de ciencia por pura inclinación. Los libros que leemos con placer son obras ligeras, que contienen una rápida sucesión de acontecimientos (…) Se ha dicho que hay placer en escribir, particularmente en escribir versos. Admito que puede sacarse placer de escribir, después que se ha terminado, si hemos escrito bien, pero no lo volveríamos a hacer de nuevo de buena gana. Sé que cuando he escrito versos, a cada momento miraba para ver los que había hecho y los que me faltaban todavía» 

                                                                                   Vida de Samuel Johnson, James Boswell.

         

         «¿Quién lee para llegar hasta el final, por deseable que éste sea? ¿Acaso no hay ocupaciones que practicamos porque son buenas en sí mismas, y placeres que son absolutos? ¿Y no está éste entre ellos? A veces he soñado que cuando llegue el Día del Juicio y los grandes conquistadores y abogados y estadistas vayan a recibir sus recompensas (sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero), el Todopoderoso se volverá hacia Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: «Mira, esos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles. Han amado la lectura.»                  

                                                                                            El lector corriente II, Virginia Woolf.

 

Literatura de los ss. XVIII-XX: Narratosaurius Rex: la hegemonía de la Novela.

 

                                                                                                                                                    Óscar Sánchez.

 

 

                                                                      “Que la excelsa musa cante los amores del Olimpo: nosotros no somos más que mortales, y hemos de cantar al hombre.”    

                                                                                                                                     George Eliot[i]

 

 

 

I- “Cantar al hombre”: esta era la receta -casi un imperativo- con que la escritora inglesa George Eliot,  en el último cuarto del XIX, exhortaba a la posteridad acerca de la tarea que en adelante debía afrontar  el oficio literario. Hoy podemos afirmar sin temor a equivocarnos que su consejo ha sido oído. No solo en lo que se refiere al arrollador éxito popular de la novela de aquellos prolíficos años (y que dura hasta hoy), sino también en lo que se refiere al sentido mismo de mensaje. Naturalmente, desde tiempos muy anteriores a la contribución de una escritora decimonónica modélica como la señorita Eliot, el hombre y sus muchas encrucijadas habían sido el objeto preferente de la actividad literaria. ¿Que otro tema puede haber más interesante, más variado, y, sobre todo, más dramático, que el propio ser humano? El género picaresco, sin ir más lejos, había explotado ya en los siglos XVI y XVII tanto la cara trágica como la cara cómica que también le es inherente a la existencia humana, en sus aspectos más descarnados. Y poco después, en el siglo XVIII, el cuento ilustrado de un Voltaire o un Diderot había expuesto ante la conciencia culta de la época la caricatura de la miseria material y también moral del hombre en plena era de las luces. Pero es entonces cuando, tras los grandes desafíos de la revolución industrial, el hombre cobra consciencia de que se halla solo, tal vez indefenso, frente a los fuertes claroscuros que imprime en su destino la vida moderna, y en ese momento la novela se aquilata, florece, se dilata adquiriendo unas dimensiones titánicas y atrae a un público tanto más vasto cuanto más aislado y atomizado se siente el individuo particular. Las fábulas tristes pero (en el fondo) esperanzadas de Charles Dickens, Victor Hugo o Benito Pérez Galdos triunfan masivamente, y el género de aventuras de Julio Verne, Robert Louis Stevenson o Alejandro Dumas lleva hasta los hogares burgueses la brisa de la peripecia en otras tierras y otras épocas, románticas y exóticas, un aroma evocador de algo que seguramente nunca existió, pero que los lectores reciben con el estremecimiento de lo irremisiblemente perdido -tal vez para siempre.

Y eso es lo que comienza aportando inicialmente la novela al mundo moderno: un sentimiento de pertenencia al hombre deshabitado, “sin atributos” como escribiera el austríaco Robert Musil, de las grandes ciudades, allegándole un análisis minucioso, microscópico a veces, de las pasiones que mueven a sus semejantes y de los escenarios, sumamente lujosos y brillantes en ocasiones, o sórdidos y miserables las más veces, donde se desarrollan sus vidas y juegan sus intereses y finalmente sus destinos. Situándose al margen de estos factores puramente sociológicos, lo cierto es que no resulta fácil responder con precisión a la pregunta “¿Que es la novela?” como género literario, y los propios críticos que enfocan de esta manera la cuestión no han conseguido todavía arrojar alguna claridad ni tan siquiera ponerse de acuerdo a este respecto. Paolo D´Angelo, por ejemplo, en nuestros días, supuesto el origen y naturaleza románticos de la novela, dice algo tan “abracadabrante” como lo siguiente:

 

“La novela funde lo dramático, lo lírico, lo épico; el auténtico “imperativo romántico” reclama la comunión de todos los géneros poéticos. Deberemos concluir que, paradójicamente, lo que constituye la novela en cuanto género es precisamente su a-genericidad, su estar siempre más allá de su género”.

 

Misterio y una suerte de indefinición trascendente parecida a la defendida por Friedrich Schlegel en los albores del s.XIX, al escribir: “En la novela se funden todos los géneros y en todos los géneros tiene que existir un aire novelesco, que es un género progresivo”. (“Progresivo”, o sea, en constante evolución y asimilación de nuevos motivos y materiales externos). Pero, claro, es que Schlegel era un romántico genuino, y así se permitía también sugerir que la novela es, debido a su característica forma caótica, no sujeta a reglas y en la que parece caber todo,

 

“el lugar apropiado para la expresión del infinito (…) Mucho más que un libro y que un género literario, la novela es la esencia misma de toda la literatura, unión de poesía, ciencia, filosofía y retórica, tiene carácter enciclopédico, es un libro de libros, un libro absoluto”.

 

No obstante, la apelación al misterio y a la inmensidad en materia tan mundana como la narrativa moderna nunca nos hará un gran servicio. En cambio, allí donde naufragan los apologistas, puede resultarnos más instructiva la opinión de aparentes  detractores como el filósofo G.W. Hegel, como cuando escribe que la conciencia prosística, en lugar de captar “lo esencial de las cosas”, se contenta con “captar lo que es y acontece como algo singular, es decir, según su contingencia insignificante”. Y, en efecto, parece más adecuado a la experiencia de la novela señalar que apresa “situaciones”, instantáneas del “hombre en situación”, como decía Jean Paul Sartre, que espacios o sucesos absolutos, como insinuaba Schlegel. Situaciones en un espacio y un tiempo determinados, de las que el hombre es a la vez protagonista, antagonista, coro y paisaje, y así y solo así, a través de situaciones únicas e irrepetibles en su género, le esta reservada a la novela alguna clase de acceso a un horizonte de totalidades históricas.

Drama, soledad, aventura, fusión de géneros, progresividad, hombre en situación… Como se ve, muchos son los acercamientos posibles al secreto del impacto universal de la novela y muchas las respuestas que se nos ofrecen desde la perspectiva del análisis interno al propio fenómeno literario. Lo que parece indiscutible, en cualquier caso, es que la narrativa novelística lleva suplantando (en tanto alternativa casi única) desde hace más de una centuria el lugar emocional y también crítico que antes ocupaban en la conciencia culta todas las variedades de la poesía, el teatro, la crónica histórica o la filosofía. Cuando hoy pensamos en literatura, pensamos inmediatamente en la novela, auténtico Narratosaurius Rex dominante del panorama literario actual, y es posible que algo de la magia de esas otras modalidades poéticas considerablemente más reglamentadas (que subsisten, claro, pero en la sombra, como un vestigio de “cuando los dinosaurios poblaban enteramente la tierra”) se haya perdido por el camino. Lo dice del modo más contundente el crítico Arthur C. Danto en su estudio El fin del arte:

 

“Lo bello en el arte pertenece a un mundo de héroes y santos que dejó de existir con el proceso de la racionalización de la sociedad. El arte debe enfrentarnos ahora a la atrocidad, a la enfermedad y al horror, así como a la vulgaridad que rodea nuestros esquemas sociales.”

 

(Pensemos, por ejemplo, en la novelística rusa de Gogol o el relato breve de Chejov, no por ello exentos de otro tipo de belleza). En cualquier caso, de lo que no cabe la menor duda es de que la novela fue, es y sigue siendo todavía hoy una ilimitada enciclopedia acerca del hombre contemplado desde el punto de vista del hombre mismo, y no ya desde la perspectiva de la religión, el arte o la filosofía. La novela es “un espejo al borde del camino”, dijo Stendhal, y lo que refleja son los problemas con que se topa el hombre a lo largo de su andadura por el acaecer histórico. Y en tal coyuntura el relato del hombre ya no pasa por las manos de los hados o de las musas, sino que, como en una ocasión dijo J.W. Goethe a su amigo Eckermann, el hado que impera en la tragedia moderna es más bien la política, que es otro modo de decir las relaciones (a menudo controvertidas, acres), de unos hombres con otros consolidadas en la figura de instituciones, costumbres, prejuicios y también -como no- modas. Pero lo que sea y haya sido la novela se representa mejor que de ninguna manera en su accidentada y nutrida historia, de cuyos hitos principales a lo largo del periodo que nos interesa -sumando también un poco más del antes y el después- haremos a continuación un breve recorrido a guisa de recordatorio.

 

II- En cierto momento de su corta y fulgurante historia, cuando ya el oeste ha sido enteramente allanado y el continente es suyo de parte a parte, los norteamericanos deciden darse a sí mismos, por imperativo estatal, una cultura autóctona de igual dignidad de las europeas, es decir, una literatura nacional. Cierto que tenían a Edgar Allan Poe, que había escrito que las letras norteamericanas deben formular «no sólo una declaración de independencia, sino hasta una declaración de guerra”; y más cierto aún es que pronto contarían con el genio poético de Walt Whitman, que iba a lograr en Hojas de hierba (1855) la proeza[ii] de expresar en verso libre la amplitud telúrica y la diversidad humana de la joven y tierna democracia norteamericana. Pero la Unión se mantenía, pese a ello, inquieta: echaban en falta la hija pródiga de la modernidad, o sea, la novela; sin novelistas, en fin -parecían pensar muy seriamente-, no hay patria que valga. La novela era ya, como vemos, el género triunfal y hegemónico en el medio literario, la mimada de las nuevas masas del industrialismo progresivo, el Narratosaurius Rex (lo decimos también por el creciente tamaño que iba adquiriendo) de los entretenimientos cultos, además de ser la única capaz de ofrecer a un pueblo nuevo su modesta épica histórica y cotidiana –luego vendría, naturalmente, el cine…

Y es que, en Europa, la novela había corrido mucho e innovado todavía más desde Cervantes y Fernando de Rojas[iii]. España, que había dominado ampliamente la primera mitad de la centuria barroca en prosa y poesía, quedo rápidamente marginada en el s. XVIII del proceso literario que “novelizaba” irremisiblemente Europa. Iba a ser en Francia e Inglaterra, por tanto, debido al rápido ascenso de su burguesía, donde se jugaron las grandes bazas de la narrativa moderna hasta el arribo triunfal de la novela rusa –excepción hecha de la crucial aportación de J. W. Goethe: Años de aprendizaje de Wilhem Meister, por ejemplo, fue terminada definitivamente en 1796. Repasemos, si no, una escueta trayectoria cronológica por la producción de una y otra nación: todavía en el barroco, La princesa de Clèves de la Madame La Fayette, amiga del Conde de la Rochefoucald, salió a la luz en 1678; décadas después, el naturalismo bajofondero del Moll Flanders de Daniel Defoe se publicaba en 1722; la ficción satírica y desencantada -hasta la más acre misantropía- de Los viajes de Gulliver de Johatan Swift, en 1726; el Gil Blas de Santillana, obra maestra de la picaresca de Alain René Lesage, el primer escritor que vivió íntegramente de su  pluma, en 1735; el moralismo psicologizante de la Pamela, o la virtud recompensada -el título ya dice todo- de Samuel Richardson, en 1740; la divertida parodia de ese tipo de novela “seria” que es el Tom Jones de Henry Fielding, en 1749[iv]; las influyentes La nueva Eloisa y el Emilio de J.J. Rousseau -toda una pedagogía de la época, además de una propedeútica del romanticismo-, en 1760 y 62, respectivamente; El vicario de Wakefield, del chocarrero y trotamundos Oliver Goldsmisth, en 1764; el ejercicio de prestidigitación narrativa -todavía hoy sorprendente- del Tristam Shandy, de Lawrence Sterne, en 1767; las Aventuras de Caleb Williams de William Godwin, en donde, entre otras cosas, se bosqueja el futuro género policiaco, en 1794; el Jacques el fatalista y su amo, filosófico y agitado, del enciclopedista Denis Diderot, en 1796; la perspicacia galante del Orgullo y prejuicio de Jane Austen, en 1813; el original Adolfo, del escritor y filósofo diletante Benjamin Constant, en 1816; El rojo y el negro del ex-plagista y vividor -el hombre que mejor se lo paso en las campañas napoleónicas- Henry Bayle, Stendhal, en 1830; los Papeles póstumos del club Pickwick, primer éxito de Charles Dickens -dice Cory Bell: «no hay peligro de confundir a Dickens con la realidad: él es mucho más real”[v]-, en 1836; El compañero de la vuelta a Francia de George Sand, donde por vez primera un obrero se erige en protagonista, en 1841; la disección social de La feria de las vanidades de William M. Thackeray, también ilustrador y articulista en el Punch, en 1848; Sybil y Dos naciones del ministro de Hacienda conservador -se dice que su destreza literaria le valía el favor de la reina Victoria- Benjamin Disraeli, en 1845; Las torres de Barchester del pulcro y beatífico Anthony Trollope, de 1857; e incluso, comenzando a desmembrar la estructura novelesca mediante el “nonsense”, la Alicia en el país de las maravillas ilustrada por John Tenniel, del matemático e infeliz paidófilo Charles Dogson, alias Lewis Carroll, en 1865 -frisando el fin de siglo, Thomas Hardy publica Jude el oscuro en 1895, una triste historia  acerca de un hombre pobre pero hambriento de instrucción que se ve incapacitado de saciarla por las condiciones miserables en que tiene que mantener a su familia, y de la que existe una película nada mala pero también oscura, desconocida, protagonizada por la oscarizada Kate Winslet.

Pero es el Waverley de Walter Scott en 1814 y, acto seguido, su Ivahoe de 1819, los que conquistan Europa en tanto prototipos de la novela histórica[vi], un auténtico “boom” de trasfondo romántico -a lo que se añadía en 1822 el desciframiento de la piedra Rosetta por Champollión- pronto secundado por el Cinco de marzo de Alfred de Vigny, de 1826, o Nuestra Señora de París de Victor Hugo de 1831 (después redactará durante casi veinte años una enorme y poco conocida epopeya en verso titulada La Légende des Siècles, terminada en 1877), en Francia, Kalevala, poema donde fueron recogidos por Sándor Petöli (1823-56?) los mitos finlandeses en Hungría, el Pan Tadeusz (1834) de Adam Mickiewicz de 1834 en Polonia, La hija del capitán de Alexander Pushkin de 1836 y Taras Bulba de Nicolai Gogol de 1842 en Rusia, Los novios de Alessandro Manzoni en este mismo año desde Italia, El señor de Bembibre -inspirada en la desaparición en la península de la orden de los templarios- de Enrique Gil y Carrasco en 1844 en España, e, incluso, saltando al otro lado del charco, por El último mohicano de Fenimore J. Cooper, de 1826, o el Hiawatha de Henry Longfellow de 1855 -pero si esto no les parecía todavía suficiente para cubrir su deuda cultural a los norteamericanos, pronto quedarían satisfechos con la puesta al día proporcionada por la densa narrativa en novela y cuento de Nathaniel Hawthorne (La letra escarlata, en 1850), Herman Melville (Moby Dick, de 1851, de la que se ha dicho de todo, incluso que representa una fantasmagórica alegoría del navío del gobierno), La cabaña del Tio Tom de la escritora Harriel Beecher Stowe (a la que Lincoln saludo de esta guisa: «Así que ud. es la mujer que hizo el libro que desencadenó la guerra”, en 1852), el estilista entre dos continentes, Henry James (Retrato de una dama, en 1880), y, creando moldes nacionales duraderos, el humorista, conferenciante, viajero y escritor Samuel Clemens, alias Mark Twain -por la doceava “marca” por la que navegan los buques de vapor del Mississippi- con Huckleberry Finn, de 1884.

Entre tanto, el ciclo general de la Comedia humana[vii] (1829-1850) de Honoré de Balzac había ofrecido un fresco colosal de la Francia del Segundo Imperio, además de mostrar a la posteridad como se narran cosas tales como el arribismo, los problemas pecuniarios, e incluso la infamia individual y social –Balzac hablaba del “interés artístico del mal”, y lo ejercitaba de hecho creando personajes como Vautrin (probablemente el primer homosexual velado de la novela europea[viii]), concebido por primera vez en El padre Goriot de 1838, un criminal superdotado que dice no preocuparse “por la poesía, sino por la acción”, y no “hacer poemas, sino hombres”. En los años treinta aparece la novela por entregas, esto es, el folletín, en la que han tenido parte también autores como Balzac y James: sin ir más lejos, Los tres mosqueteros de 1844 y El conde de Montecristo en 1845 de Alejandro Dumas, o Los misterios de París de Eugène Sue en 1843, quitan literalmente de las manos a los vendedores de prensa, como un vendaval repentino, tiradas enteras de ejemplares de diarios y revistas. Más, no obstante, la madurez, el prestigio y la doctrina precisa le llegan a la novela primero de la pluma estetizante y barroca (más, no obstante, deliberadamente mojada en la mediocridad de sus temas: «Los amores de la tendera con el tabernero de la esquina”, palabras con las que criticaba Huysmanns toda la novelística realista) de Gustave Flaubert[ix]Madam Bovary, que se demora cuatro años intensivos, aparece finalmente en 1857-, y, luego, con un sesgo más sociológico y cientificista, el “naturalismo” posterior a 1870 de Emilé Zola (Naná, por ejemplo, es de 1880). Es entonces cuando España recupera por fin el ritmo y el aliento del mainstream internacional, gracias sobre todo a Benito Pérez Galdós (las dos primeras series de Los episodios nacionales aparecen en 1879[x]), Emilia Pardo Bazán (el controvertido ensayo de naturalismo La cuestión palpitante es de 1883, y, cuatro años después, se publican Los pazos de Ulloa), y Leopoldo Alas “Clarín” (La Regenta, de 1884) –otros, como Juan Valera, van más bien a su propio y libre aire. Y no sólo nosotros: también Eça de Queiroz en Portugal, Machado de Assis en Brasil, el “verismo” de Giusseppe Verga en Italia, y un exorbitado etcétera. Pero enseguida se hizo evidente que los discípulos del naturalismo no podrán competir con el realismo matizado a la Flaubert de Guy de Maupassant (Pedro y Juan), Ivan Turgeniev (Padres e hijos), o George Eliot (Middlemarch), y mucho menos con el enorme fenómeno que, desde Rusia, alcanza por entonces con la fuerza de un terremoto el mundo literario: en efecto, Un héroe de nuestro tiempo de 1840 (Mikhail Lermontov morirá un año después), la Memoria de la casa de los muertos, de 1861, y la prodigiosa novelística posterior de Fiódor Dostoievsky, con títulos como Crimen y castigo y Los Hermanos Karamázov, las Almas muertas de Nicolai Gogol, Guerra y paz y Anna Karénina de Leon Tolstoi -auténtico Homero, este sí, de la novela-, la narrativa corta de Anton Chejov (1860-1904)[xi], entre otros muchos autores y títulos, ponen patas arriba el esquema y la sensibilidad ya tradicionales de la novela y desacreditan de un solo plumazo -¡pero que plumazo!- al naturalismo zolesco (al modo como Friedrich Nietzsche había intentado por aquel entonces hacer -aniquilación por desbordamiento- con el romanticismo entre 1883 y 85, cuando son redactadas las cuatro partes del gran tratado filosófico-simbólico Así habló Zaratustra).

 

III- El siglo XX se inaugura -siempre que consideremos el año 1900 como principio de siglo, lo cual es discutible- con la muerte de Nietzsche y de Oscar Wilde para el pensamiento y la literatura respectivamente; mientras, en ciencia, Max Planck enunciaba su teoría de los quanta de energía, y poco después -en 1903- despegaba el primer vuelo en aeroplano, pilotado por los hermanos Wright. La literatura, también en plena ebullición, veía nacer obras como Lord Jim de Conrad, La interpretación de los sueños de Freud (ambas también de 1900), El perro de los Baskerville de Conan Doyle (1902) o Hombre y Superhombre de Bernard Shaw, un año más tarde.

Después del término de la Gran Guerra (que tantas vidas y corduras de escritores segó[xii] -excepción hecha de la del portugués Fernando Pessoa, que en vez de perder la cabeza, en 1914 multiplica la asombrosa potencia de la que tuvo en docenas de autores apócrifos o heterónimos), por tanto en 1919, Marcel Proust tenía 48 años y por fin había recibido el premio “Goncourt”[xiii] para la segunda parte (A la sombra de las muchachas en flor) de su inmenso ciclo de memorias En busca del tiempo perdido, ambientado en torno a la década de 1880. En esa misma fecha, el nombrado “sir” Arthur Conan Doyle tenía 60 años, Joseph Conrad, 62, Sigmund Freud, 63, Rudyard Kipling, 54, D. H. Lawrence (que había publicado El Arco Iris en el 15) tan solo 34, T.E. Lawrence (de Arabia), 31, el alemán Thomas Mann, 45, los irlandeses W.B. Yeats, y James Joyce, (que había publicado el Retrato de un artista adolescente tres años antes), 54 y 37 respectivamente. En el periodo de entreguerras, y por señalar algunos hitos fundamentales, recordamos que, en el terreno teatral, Seis personajes en busca de autor de Luigi Pirandello se estrena en 1921; que en la novela -que es lo que en este momento nos ocupa- Franz Kafka destruye la lógica de la novela psicológica en El proceso de 1925, y H.G. Wells pasa del naturalismo suburbano de la Historia de Mr.Polly de 1910 a la narrativa de ciencia ficción[xiv]; y en el orbe poético, en 1922 algunos amigos de T.S. Eliot fundan el Bel Esprit para que el vate inglés “pueda dedicarse a tiempo completo a la literatura», y, en efecto, este es el año en el que salen a la luz pública Tierra Baldía y el -tan célebre y saludado como poco leído- Ulysses de Joyce (que recrea a través del mito griego una sola y esdrújula jornada, el 16 de Julio de 1904 en Dublin[xv]). Pero si en Joyce es la conciencia subjetiva la que cobra el indiscutible protagonismo, en Manhttan Transfer de John Dospassos de 1925, lo será la ciudad, protagonista y objeto de análisis, en un estallido de lenguaje, anuncios, ruidos y un frenético movimiento de los personajes. La narrativa cinematográfica se hacía ya inminente… (De hecho, Billy Wilder consideró más tarde tratar este tema, el de la ciudad gershwiniana, por así decirlo, en un filme que nunca se rodó).

Más eso no es ni puede ser todo: en 1930, la situación de las letras en la URSS se hace ya tan insoportable que el poeta y dramaturgo vanguardista Vladimir Maiakosky termina suicidándose; dos años después, Stalin prescribe el realismo soviético y cierra la nación a las influencia extranjeras (tiempo después, Boris Pasternak se ve forzado a publicar Doctor Zhigago en 1957 en Italia y Vladimir Nabokov Lolita en EEUU en 1955; de igual modo, El maestro y margarita de Mijaíl Bulgákov se publica póstumamente en 1966, y Archipiélago Gulag de Alexardr Solzhenitsin espera hasta 1978). En ese mismo momento, el austríaco Robert Musil diagnostica los tiempos de la Viena imperial en El hombre sin atributos (ocho años antes, La conciencia de Zeno de Italo Svevo predice la primera bomba atómica[xvi]). La marcha Radetzky de Joseph Roth es de 1933, Suave es la noche (la mejor en la opinión de su autor) de F. Scott Fitzgerald y Trópico de Cáncer de Henry Miller, ambas de 1934, en 1935 Aimé Cesaire forja para la literatura el menos conocido concepto de “negritud” [xvii] y un año después estalla la guerra civil española: no es más que el preludio de una terrible contienda de alcance global.

Con la guerra de España como fondo se han escrito grandes novelas como La forja de un rebelde de Arturo Barea, la trilogía intitulada El laberinto mágico, de Max Aub, Madrid: de corte a cheka, del simpatizante franquista actualmente reivindicado por la crítica estética Agustín de Foxá y, fuera de nuestras fronteras, obras como La esperanza de André Malraux u Homenaje a Cataluña, de George Orwell. La tremenda sacudida de la segunda guerra mundial, por su parte, produce obras memorables como La piel de Curzio Malaparte, Tempestades de acero de Ernst Jünger o Adiós a las armas de Ernst Hemingway, entre una inmensa multitud de ellas…

Llegada la paz, mientras en los victoriosos EEUU William Faulkner insistía con el género novelístico de gran formato (Mientras agonizo), en el viejo continente -herido por las guerras- Albert Camus ahondaba en el nivel más íntimo de una conciencia desgajada de los actos con El extranjero, y en España se iniciaba el resurgir del teatro con la Historia de una escalera de Antonio Buero Vallejo, y de la narrativa con Alfanhui de Rafael Sánchez Ferlosio. (Por cierto que con Faulkner dan comienzo las sagas narrativas que se ambientan en ciudades imaginarias aunque precisas, como el condado de Yoknapatawpha del sureño en el año 29, la Santa María de Juan Carlos Onetti del 50, el Macondo de Gabriel García Marquez del 67, “Región” de Juan Benet en el 68, o, actualmente, el llamado “Reino de Redonda” de su seguidor Javier Marías).

En 1948, J. D. Salinger preparaba el camino para el estilo minimalista, repleto de elipsis y sugerencias veladas, enriquecedoras de las posibilidades expresivas del relato, que tan buenos y curiosos frutos ha dado más tarde en la narrativa norteamericana. Un lustro después, en 1953 -30 años después, por tanto, de que André Bretón firmara el primero de los manifiestos surrealistas-, el estreno parisino de Esperando a Godot de Samuel Beckett, pone en marcha el llamado teatro del absurdo. La poética del absurdo (iniciada virtualmente para el mundo moderno por Alfred Jarry en Ubu Rey de 1896) crea en cada obra sus propios modelos inexorables de lógica interna, a veces francamente patética, otras veces angustiosa, en contadas ocasiones cómica, e incluso a menudo macabra, humillante y hasta violenta -como sucede en la obra de Jean Genet  El Balcón, de 1957. No podía durar mucho en nuestra opinión: el absurdo esta forzosamente abocado por su propia estructura al suicidio literario, puesto que al tratar de aniquilar el sentido de la arquitectura tradicional del drama o la novela, proponiendo a cambio tan solo la luz fría de la inanidad, acaba antes consigo mismo que con aquello que detesta -es como tratar de quitarle la razón a alguien enfrentándole un obstinado y reprobador silencio. No en vano el propio Jarry ya lo venía venir.

En la vencida Alemania, todavía bajo los efectos de la conmoción fascista se forma el Grupo 47, cuyos miembros son autores de la talla de Günter Eich, Peter Huchel y Heinrich Böll (que es el más conocido y leído de todos ellos en Europa, incluida la vieja URSS); se conoce un cierto deshielo cultural en la URSS tras la desaparición de Stalin en 1953 (después de 1956, como dijo alguien, «el enfado -de los intelectuales occidentales- no duro más que un verano”), y en Japón se publican las caudalosas novelas de Yukio Mishima, un obsesivo nostálgico de régimen imperial.

A partir de la década de los sesenta, en los años dorados de un capitalismo occidental encapsulado por los temores de la guerra fría, se experimenta un proceso que ha sido denominado alguna vez “disneyificación” de la cultura, y que en el campo de las artes en general tiñe de fantasía edulcorada y de una marcada puerilidad tanto la televisión[xviii] como el cine, y no digamos las viejas bellas artes (que aun no se han recuperado del golpe). En lo que toca a la literatura, en 1966, con los norteamericanos en Vietnam, el nacimiento del “black power” y el surgimiento del pop-art, Truman Capote escribe A sangre fría, dando inicio a un nuevo tipo de literatura como testimonio fiel de los hechos, de camino entre el periodismo y la ficción realista, que hallará una continuación en autores posteriores de la talla de Norman Mailer o Tom Wolfe. En parecida línea de realismo sucio resurge también en EEUU la novela negra, que ya había irrumpido en su vertiente más dura antes de la guerra de la pluma de Dashiell Hammett (hay un crecimiento en la profundización psicológica a la par que una disminución en la crítica social entre Hammet, el brillante pionero, Raymond Chandler, el ingenioso seguidor, y George Simenon, el más humano de todos ellos; hoy mismo se escribe y se vende policiaco exótico como rosquillas[xix]). También en los sesenta se desarrolla y profundiza definitivamente la ciencia ficción como literatura (Isaac Asimov, que había sobresalido en éxito de ventas en los ´50 contínua en la cresta de la ola, seguido de cerca por Frank Herbert, que hará lo propio en los ´60, un escritor mormón, Orson Scott Card, en los ´70 y William Gibson, inventando el subgénero llamado cyber-punk, en los ´80; después se habla de post-cyberpunk y existen también aportaciones españolas de calidad)[xx].

 

IV- Volviendo atrás en el tiempo, el mejor análisis de la producción novelística de la era de las revoluciones, del capital y del imperio está en la ya vieja pero sabia Historia social de la literatura y del arte de Arnold Hauser, sobre todo si lo planteamos dentro de las coordenadas interpretativas de Hobsbawn. En general, cuanto más se acerca al marco del siglo XIX y en el interior de él, es cuando más esclarecedoras resultan las contextualizaciones de Hauser, principalmente en lo referido a la literatura. Trascribimos a renglón seguido algunas de sus observaciones con la doble intención de complementar las secciones dedicadas a la cultura de la obra de Hobsbawn como también de recomendar su lectura completa (al menos del último volumen, sea cual sea la edición que se maneje, y del que sugerimos también la consulta del capítulo dedicado monográficamente al cine):

 

-“Después de 1830 cesan estas veleidades -aristocráticas-, y se hace evidente que fuera de la burguesía no hay otro público literario numeroso.”

-“Los escritores de la época crean con ella -la novela naturalista- el instrumento apto para el conocimiento de los hombres y para el manejo del mundo, y la conforman a las necesidades y al gusto de un público que odian y desprecian.”

-“Durante la Restauración y la Monarquía de Julio los literatos perdieron la posición privilegiada que habían tenido en el siglo XVIII; ya no son ni los protectores ni los maestros de sus lectores, sino que, por el contrario, son sus servidores involuntarios, a los que desprecian, siempre rebeldes, pero no por eso menos útiles.”

-“La novela desilusionada del romanticismo contenía todavía algo de la idea de la tragedia que hacía victorioso hasta en su derrota al héroe que luchaba contra la realidad trivial; en la novela del siglo XIX, por el contrario, el héroe aparece íntimamente vencido incluso cuando consigue sus propósitos prácticos, y con frecuencia precisamente por alcanzarlos.”

-(A propósito de Balzac): «Es cierto que el dominio del capital no comienza ahora ni mucho menos; pero la posesión del dinero era hasta ahora sólo uno de los medios por los que un hombre podía adquirir una posición en Francia, mas no el más distinguido ni el más efectivo. Ahora, por el contrario, de repente, todo derecho, todo poder y toda capacidad se expresan en dinero.»

-“La novela psicológica es el género literario de la intelectualidad como estrato cultural que se emancipa de la burguesía, del mismo modo que la novela social fue la forma literaria del estrato cultural en conjunto solidario todavía con la burguesía.”

-“Hasta 1848 es la intelectualidad todavía la vanguardia intelectual de la burguesía; después de 1848 se vuelve, consciente o inconscientemente, campeona de los trabajadores. A consecuencia de la inseguridad de su propia existencia, siente una cierta comunidad de destino con el proletariado, y este sentimiento de solidaridad aumenta su perpetua disposición a conspirar contra la burguesía y tomar parte en la preparación de la revolución anticapitalista”.

 

 “La novela es la epopeya de un mundo sin dioses”, escribió György Luckács, sin reparar en que con el paso del tiempo la novela se haya convertido tal vez en la epopeya de un mundo sin epopeyas, y por tanto de un mundo en el que nada parece necesario, nada se impone con los caracteres de la fortuna o la desdicha irremisibles, y, en consecuencia, donde la novela ningún papel decisivo tiene finalmente que jugar -salvo, quizás, el de inscribir la crónica de su propia extinción. Las vanguardias de principios del siglo XX trataron de cambiar esto, trazando nuevos fines y ensayando nuevos caminos para la empresa literaria, pero de aquellas encarnizadas luchas contra el vacío (como escribió Mario Benedetti, “de todos  aquellos -ismos tan sólo nos queda el ab-ismo”), tan solo nos queda la pura mecánica, formulada de manera definitiva por Ezra Pound en la máxima Make it new, es decir, “Hazlo nuevo” (lo que sea, pero que sea “nuevo”).     

De todo ello parece derivarse que tal vez sea un problema menos de la lógica interna de la creación literaria misma que de la naturaleza del mundo en que vivimos. Es, posiblemente, un mundo por describir y no un bloqueo de la capacidad descriptiva misma lo que echamos de menos hoy y lo que se hurta a la creación novelística, pues la novela no es, al fin y al cabo, más que expresión de un mundo, siempre y cuando haya un mundo que precise de ser expresado y no tan solo una realidad sin contornos ni anclajes claros y al mismo tiempo cerrada, perfectamente estructurada por dispositivos de poder y medios de comunicación de masas y en la cual no hay ya fines dados que satisfacer en el transcurrir de la existencia particular o colectiva, sino que se combinan a la vez, como dice el sociólogo Nicklas Luhmann, “una elevada arbitrariedad con un incremento nunca visto de la especificación”, especificación a la vez vital, social y profesional.

La novela era una manifestación de esa burguesía liberal que, como señala Hobsbawn, conoció su “extraña muerte” en 1914, y el hecho de que haya sobrevivido valiéndose de una cierta reconversión industrial no garantiza nada seguro para el futuro. En una situación como esta, la literatura en general atraviesa una crisis que, ciertamente, puede ser considerada como un peligro, pero no menos también como una oportunidad ¿Quién sabe qué inéditas visiones, qué  desconocidos panoramas pueden conquistarse para la ficción en el porvenir de una práctica secular como lo es la literatura precisamente en su momento de mayor incertidumbre, y por tanto también cuando en mayor necesidad se halla de abrirse a horizontes enteramente nuevos y distintos?

De ser así, entonces habitamos una coyuntura muy interesante para la historia de las letras, que es tanto una historia y una acción de la escritura literaria como una historia y una acción del destinatario final de la misma, que es la conciencia lectora de cada uno o de la sociedad receptora de la obra escrita. Sería difícil de concebir la confección de un libro que repudiase a la totalidad de sus posibles lectores, aunque algunos movimientos románticos hayan hecho creer algo parecido a sus partidarios a fin de generar un conveniente halo de misterio y esoterismo en torno a sus producciones. Realmente, solo en el marco de su recepción existe la obra, pues la naturaleza misma del arte es el diálogo, y un diálogo al que estamos todos llamados por igual a participar para la mejora moral y también lúdica y estética de nuestro mundo. Jules Michelet escribió:

 

“El triunfo universal de la prosa sobre la poesía, que, después de todo, sólo anuncia un progreso hacia la madurez, hacia la edad viril del género humano, se ha interpretado como signo de muerte (…) La prosa es la forma última del pensamiento, lo que está más alejado de la ensoñación vaga e inactiva, lo que está más cerca de la acción. El paso de la poesía a la prosa es un progreso hacia la igualdad de las luces; es una nivelación intelectual.

 

Fundamentalmente, leer presupone la creencia metafísica de fondo de que -como solía afirmar Leibniz-, el universo de lo posible es enormemente más amplio y diverso que el universo de lo real. Hacer lo posible real sin que lo posible deje de ser posible en la imaginación del hombre, someter a crítica al mundo sin por ello perder el sentido del juego y de la belleza, eso es lo que ofrece la literatura del tipo que sea, pues sin duda es y ha sido siempre una forma mayor del pensamiento. Si se mira bien, toda gran novela ha pivotado sobre un precario equilibrio entre la comicidad y la solemnidad, y quizá sea más la primera que la segunda la que la salve mañana. Ese equilibrio sigue suspendido en nuestra propia existencia como seres sociales, pues, como escribía Virginia Woolf en el revolucionario Un cuarto propio: “la novela, es decir, el trabajo imaginativo, no se desprende como un guijarro, como puede suceder con la ciencia; la novela es como una telaraña ligada muy sutilmente, pero al fin ligada a la vida por los cuatro costados”.

 

Pero lo importante, en cualquier caso, en este momento, es constatar aquí que desde el Oroonoko o el esclavo real de Aphra Behn[xxi], en 1688, hasta La subasta del lote 46 de Thomas Pynchon, en 1966, por tomar ejemplos, la novela ha sido la voz del cambio -cuando no la portavoz de la marginalidad-, el instrumento de la denuncia, y el taller humanístico y humanitario (ficticio, si se quiere, pero ficción no se opone necesariamente a realidad) de la inteligencia mundial. Puede ser el fin del principio, y no el principio del fin[xxii]. En nuestras manos esta que, valiéndonos de ella, estemos en condiciones de responder a la urgencia de Antonio Gramsci, el cual se preguntaba en algún lugar de sus profusos escritos: “¿Vencerán finalmente los mosqueteros o el taylorismo?”[xxiii].

 

 

 

 

Bibliografía crítica (al margen de las obras citadas) utilizada en romanticismo y novela.

 

 

-“Historia social de la literatura y el arte, Vs. I y II”, de Arnold Hauser 1962, Debate, 1998.

-“Historia de la Literatura: A simple vista”, by Cory Bell, 1999, Celeste ediciones S.A. 2000.

-“Historia de la Literatura Universal”, por Jordi Ferrer y Susana Cañuelo, colección Luxor, editorial Óptima.

-“Historia de la crítica literaria”, de David Viñas Piquer, 2002 Ariel Literatura y Crítica.

-“Cuentos Jeroglíficos”, Horace Walpole, traducción, notas, prologo y apéndice de Luis Alberto de Cuenca, en Alianza Editorial LB1719.

-“Breve historia de la literatura inglesa”, by Robert Barnard, Alianza 5982.

-“El horror en la literatura”, el H.P. Lovecraft, Alianza LB 1002.

-“Las memorias de Lord Byron”, Robert Nye, prologo de Luís Antonio de Villena, Círculo.

-“Goethe: una biografía”, de Rafael Cansinos Assens, 1999, El Club Diógenes, Valdemar.

-“Poe y Stevenson –dos amores literarios”, Fernando Savater 2002, Límite, colección La Ortiga.

-“El simbolismo –Nacimiento de la poesía moderna”, ese Lluís Mª Todó, Montesinos 1987.

-“Schopenauer, Nietzsche, Freud”, Thomas Mann, Alianza.

-“La novela de formación y peripecia”,                                     , Antonio Machado libros 2003.

-«La literatura alemana desde Thomas Mann», de Hans Mayer, Alianza.

-“Relatos breves”, by Katherine Mansfield, Edición a cargo de Juani Guerra en Cátedra Letras Universales, 309.

-“Del existencialismo al best-seller”, por Elena Alemany Sánchez-Moscoso, 2003, Biblioteca de Humanidades, Dickinson.


[i] La cita exacta es “Let the high Muse chant loves Olimpian: We are but mortals, and must sing of man”, epígrafe, en forma de versos, al capítulo XXVII de Middlemarch –un estudio de la vida en provincias, traducido por José Luís López Muñoz para Óscar Mondadori (también en Cátedra Letras Universales).

 

[ii] J. L. Borges, recurrente admirador del gigante norteamericano, glosa en numerosos lugares de su obra las virtudes de la poética de Leaves of grass, uno de los cuales es el prologo a su propia traducción a la edición en Palabra menor: «En cada uno de lo modelos ilustres con que el joven Whitman conocía y que llamó feudales, hay un personaje central -Aquiles, Ulises, Eneas, Rolando, El Cid, Sigfrido, Cristo- cuya estatura resulta superior a la de los otros, que están supeditados a él. Esta primacía, se dijo Whitman, corresponde a un mundo abolido o que aspiramos a abolir, el de la aristocracia. Mi epopeya no puede ser así; tiene que ser plural, tiene que declarar o presuponer la incomparable y absoluta igualdad de todos los hombres.”

 

[iii] Naturalmente, ya existían formas de narración extensa en prosa antes del Renacimiento, pero es discutible que puedan recibir el título de “novelas” en iguales condiciones o con el mismo sentido que otorgamos a este término a partir de la modernidad. En la antigüedad, tan solo Dafnis y Cloé, de Longo, y El asno de oro, de Apuleyo, se apartan de la corriente central en prosa narrativa que se ocupa casi enteramente de alocadas peripecias y amoríos de naturaleza folletinesca, donde el anárquico modo de contar y la mezcla de elementos fantásticos y romancescos reinan incuestionados. En s. XII, la mal llamada “novela bizantina” en verso y prosa retoma esta temática y estilo griegos, mientras que las romans centroeuropeas destilan la «materia de bretaña» y Chrétien de Troyes pone en negro sobre blanco ese específico subgénero que es la roman courtuois. El término “novela” viene del italiano novella -cuento-, aunque en su origen (y seguramente en la actualidad, si lo medimos por el modus operandi vigente de su difusión) significara tan solo «novedad». Novella era, eminentemente, El Decamerón. Una vez aparecida la imprenta, el Amadis de Gaula (1508) se convirtió en el primer best-seller de la historia, al que siguieron muchos otros de parecida índole, como el Simplex Simplicissimus (1669) de Grimmelshausen o el Pilgrim progress (1685) de Bunyan.

 

[iv] Un año después de Tom Jones, en 1750, se produciría en Inglaterra lo que podríamos calificar como la epifanía de la novela erótica, pornográfica o simplemente verde rabiosa como lo es la francamente explícita Fanny Hill, Memorias de una mujer galante, de John Cleland. Se da de esta manera inicio a un subgénero de la novela moderna que, entre montañas de basura, no ha dejado de dar alguna flor preciosa, como los son, en pleno siglo XX, la saga de Roberte, esta noche de Pierre Klossowski o Brasil, de John Updike, pasando por las deliciosas Memorias de Giovanni Giacomo Casanova (1725-1798) publicadas póstumamente en una primera versión abreviada en 1838 –la edición completa en doce volúmenes no se publicaría hasta 1960.

 

[v] No estamos nosotros muy conformes con este juicio, pero lo cierto es que Dickens ha sido y es todavía en buena medida el “archinovelista a los ojos de Dios”, que diría Ortega y Gasset, lo que es lo mismo que decir el más hábil, prolífico, sensible y, sobre todo, querido y aplaudido por su público. Se cuenta que cuando la siguiente entrega de la última producción dickensiana llegaba a una ciudad de provincias inglesa, la gente se arremolinaba para que alguien la leyera sin demora al auditorio más entregado que del que jamás tengamos testimonio en la historia literaria (la muerte de la “pequeña Dorrit”, por ejemplo, creo una conmoción de dimensiones nacionales). Igualmente, Dickens realizo un viaje triunfal -prácticamente a hombros- por Norteamérica sin parangón en aquella nación. Hauser habla del conservadurismo filantrópico de la generación de Dickens, que anteponían las reformas a la revolución. Sobre su figura y obra, ya en el s. XX T. S. Eliot admiraba sin reservas el magnífico ensayo homónimo de Chesterton traducido al castellano en ed. Pre-textos.

 

[vi] En realidad, más allá o más acá de lo que indica la tradición, es El castillo de Rackrent de 1800 de María Edgeworth (1768-1849) la verdadera primera novela histórica en lengua inglesa. Por descontado, ninguna de estas listas pretende ser exhaustiva (aunque ayudan a percibir con una cierta claridad unos cuantas generalidades destacables, como lo es el de la final preponderancia de la novela inglesa en estos años, como lo prueba también el dato puramente cuantitativo de que antes de la Expo universal de 1851, entre 1816 y 1850. aparece por término medio un centenar de novelas en Inglaterra cada año); para ello, consultar los volúmenes de historia literaria de José María Valverde y Martin de Riquer publicados en ed. Crítica.

 

[vii] El inmenso fresco de la Comedia humana se compone de los “Estudios morales” (Estudios de la vida privada: 27 historias, incluida Papa Goriot, donde se presenta el personaje de Eugène de Rastignac; Estudios de la vida provinciana: 12, con Eugenia Grandet; Escenas de la vida parisina, 23, incluido El primo Pons; Escenas de la vida política; Escenas de la vida militar con Les Chouans, 1829, y Escenas de la vida campestre), y “Estudios filosóficos” (20, incluida La obra de arte desconocida y La búsqueda del absoluto).

 

[viii] Pues la primera relación homosexual verdaderamente explícita hizo su valiente aparición en el Maurice de E. M. Forster, novela escrita en 1914 pero que no fue publicada, por razones tan evidentes como atávicas (aunque así lo quiso su autor), hasta 1971, por tanto póstumamente -en castellano, en Seix-Barral.

 

[ix] “El autor debe estar en su obra como Dios en el universo, presente en todas partes y visible en ninguna parte” –escribió Flaubert a Louise Colet el 9 de Diciembre de 1852. Mario Vargas Llosa, que ha dedicado varios tratados críticos a los grandes novelistas decimonónicos (a los que tilda de “deicidas”, por ocupar en la ficción el lugar de Dios), y especialmente a Flaubert, escribe estas líneas: “Es verdad que todo lo existente le sirvió de alimento; pero no todavía lo que no existía. Se valió de todo lo que la inteligencia y la fantasía de los hombres habían descubierto o puesto en la realidad, pero no de lo que los hombres venideros desecharían, agregarían o modificarían. En este sentido, y sólo en éste Tirant lo Blanc (la novela en general), además de creación autónoma, es también testimonio fiel de su época. Sus datos históricos pueden estar equivocados, como los de Guerra y Paz, sus observaciones sobre la vida social ser exageradas y caricaturales como las de la Comedia humana: pero estas equivocaciones, exageraciones y caricaturas son también rasgos distintivos de una época y reflejan tan válidamente como un hecho histórico o un documento social las características de un mundo.” Aunque referidas a una obra medieval, estas palabras resultan de aplicación a toda la novelística de la época en tanto retrato de un tiempo, como el propio escritor señala.

 

[x] En el fenomenal episodio dedicado al asedio de Zaragoza por parte del ejercito francés, Galdos recapitula de esta manera al final de su novela: “El resultado es que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena -de 1815-, desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmortales partidos, sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y aún hoy mismo, cuando parece que hemos llegado al ultimo grado de envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida, nadie se atreve a la conquista de esta casa de locos.”                  

 

[xi] Los sketches, slices of life (rebanadas de vida), o cross-sections of Russian Life (cortes transversales de la vida rusa) acometidos por Chéjov en sus cuentos, como los califica el crítico Charles May, inauguran una manera totalmente nueva de concebir el relato breve. Según May: “Las características principales de esta nueva forma híbrida son: personaje como estado de ánimo más que como proyección simbólica o descripción realista; relato como un mínimo bosquejo lírico más que como cuento elaboradamente argumentado; ambiente como mezcla ambigua de detalles externos y proyecciones psíquicas; y una aprehensión impresionista básica de la realidad misma como una función del punto de vista perspectivista. El resultado fundamental de estas características es el enfoque modernista y posmodernista de la realidad como un constructo fictivo, y la tendencia contemporánea a hacer de los supuestos y las técnicas fictivas tanto el motivo como el tema de la novela y el relato breve”. Un enfoque que da lugar a la llamada modern short story practicada por Katherine Mansfield, James Joyce, Sherwood Anderson y otros, y que fecunda la totalidad del movimiento modernista anglosajón de la época, rebrotando más tarde en el posmodernismo de John Barth, D. Barthelme, Robert Coover o del mencionado Carver (estilo denominado “minimalista”).

 

[xii] Murieron o se volvieron locos también pintores, músicos, escultores (el poeta futurista Guillaume Apollinaire, por ejemplo, había muerto dos días antes de la firma de la paz)… Otros salvaron milagrosamente el pellejo, como el praguense Jaroslav Hasek, desertor y con el tiempo bolchevique, que escribió entre 1920 y 23 las famosas Aventuras del bravo soldado Svejk. George Bernard Shaw publicó en 1914 un manifiesto exhortando a los soldados de todos los ejércitos del mundo a que disparasen a sus oficiales y se marchasen después a casa. De la literatura concerniente al conflicto, destacaremos aquí tan sólo El final del desfile de Ford Madox Ford (como Hasek, reconocido bígamo), recientemente publicada por Lúmen, Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque, y Adiós a todo eso -pero esta no es una novela, desgraciadamente- del polígrafo Robert Graves. También existe una formidable película de Gilles Mackinnon titulada Regeneración -1997- que trata el trauma de guerra de los grandes poetas hospitalizados en psiquaticros de esta generación.

 

[xiii] “Marcel Proust era rico, independiente y snob. Era antisemita y vanidoso. Era hipocondríaco y padecía asma. Dormía hasta las cuatro de la tarde y pasaba la noche entera despierto, escribiendo. Desde el punto de vista literario era un hombre absolutamente carente de escrúpulos que estaba dispuesto a usar tanto la persecución como el dinero a fin de inspirar artículos encomiásticos sobre sus obras”, dice Roald Dahl en Mi tío Oswald, omitiendo que también, desde ese mismo punto de vista literario, era un consumado maestro.

 

[xiv] Aunque, en realidad, el primer relato de ciencia-ficción moderno (puesto que excursiones extraterrestres y otras fantasías de parecido estilo se han escrito desde la antigüedad: mirar Viajes a la luna en ERL ediciones, presentado por García Gual) es El último hombre de Mary Shelley, de 1826: puro romanticismo, pues.

 

[xv] Valiéndose del método del “monólogo interior” o “corriente de conciencia” teorizado por William James.

 

[xvi] Ya antes Julio Verne en Cinco semanas en Globo escribía: “Además -dijo Kennedy-, una época en la que la industria utilizará todo en provecho suyo tiene que resultar particularmente molesta. A fuerza de inventar maquinas los hombres serán devorados por ellas. Siempre me he imaginado que el último día del mundo será aquel en que una inmensa caldera, calentada a tres mil atmósferas, haga saltar nuestro planeta”.

 

[xvii] Lo damos tal como aparece en wikipedia: “Césaire acuñó este término en el número 3 de la revista L’étudiant noir (El estudiante negro). Con el concepto se pretende reivindicar la identidad negra y su cultura, en primer lugar frente a la cultura francesa dominante y opresora, y que era además el instrumento de la administración colonial francesa (Discurso sobre el colonialismo, Cuaderno de un retorno al país natal). El concepto es retomado más adelante por Léopold Sédar Senghor, que profundiza, oponiendo la razón helénica a la emoción negra. Por otro lado, la negritud es un movimiento de exaltación de los valores culturales de los pueblos negros. Es la base ideológica que va impulsar el movimiento independentista en África. Este movimiento transmitirá una visión un tanto idílica y una versión glorificada de los valores africanos. El nacimiento de este concepto, y el de la revista Présence Africaine (en 1947) de modo simultáneo en Dakar y París tendrá un efecto explosivo. Reúne a jóvenes intelectuales negros de todas partes del mundo, y consigue que a él se unan intelectuales franceses como Jean Paul Sartre, quien definirá la negritud como la negación de la negación del hombre negro. Uno de los aspectos más provocadores del término es que utiliza para forjar el concepto la palabra nègre, que es la forma despectiva de denominar a los negros, en lugar de la estándar noir, mucho más correcta y adecuada en el terreno político. Según Senghor, la negritud es el conjunto de valores culturales de África negra. Para Césaire, esta palabra designa en primer lugar el rechazo. Rechazo ante la asimilación cultural; rechazo de una determinada imagen del negro tranquilo, incapaz de construir una civilización. Lo cultural está por encima de lo político. A continuación, algunos escritores negros o criollos criticaron el concepto, al considerar que era demasiado simplificador: El tigre no declara su tigritud. Salta sobre su presa y la devora (Wole Soyinka). El propio Césaire se apartó del término, al considerarlo casi racista. De cualquier modo se trató de un concepto que se elaboró en un momento en el que las élites intelectuales indígenas de raza negra, tanto antillanas como africanas se encontraban en la metrópoli, y tenían unos puntos en común bastante difusos (color de piel, idioma colonizador) y sobre los que no resultaba sencillo establecer vínculos. De hecho, algunos autores opinan que se trató más de relaciones de amistad personal las que forjaron unas identidades comunes que no existían en la realidad. Se considera en general a René Maran, autor de Batouala, precursor de la negritud”. A ello añadimos que, por analogía o por contagio, se conocen también como escritores de la “negritud” a aquellos norteamericanos menos radicales que después de la segunda guerra mundial escribieron sobre el mundo afromericano en EEUU, a veces en la forma de novela policiaca. Chester Himes, por ejemplo, que así lo hizo, en 1953, siguiendo el ejemplo de otros escritores americanos viajeros, como Ernest Hemingway, comienzó a pasar largas temporadas en Francia, hasta que en 1956, cansado del racismo de su país de origen, se instaló permanentemente en París, en donde coincide con los también escritores afroamericanos Richard Wright y James Baldwin.

 

[xviii] Hobsbawn afirma en La era del capital que todo gran novelista decimonónico podría ser adaptado a una serialización dramática en televisión, y también puede decirse, a la inversa, que toda buena serie dramática de TV le debe todas sus claves y códigos narrativos a las novelas del XIX, por no hablar de la gran pantalla.

 

[xix] No obstante, el policiaco más político y original ha sido y será español: se trata de la excelente saga de Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán, imprescindible para conocer nuestra historia reciente.

 

[xx] Este fenómeno merece un comentario más largo, aunque no corresponda al marco historiográfico de la trilogía de Hobsbawn, por si algún estudiante se siente interesado. El prestigioso escritor Kingsley Amis, nombrado sir en 1995, en su ensayo El universo de la ciencia-ficción (New maps of hell. A survey of science fiction, en castellano en Editorial Ciencia Nueva) ponía en una fecha tan temprana como 1960 ambos géneros en relación: “En uno y otro la idea o intriga se impone a la caracterización del personaje, y tanto la moderna ciencia ficción como la novela policiaca, excepto alguna perteneciente al género llamado de “suspense”, proponen esta intriga al lector como un enigma a resolver. No es una pura coincidencia -como iba a serlo- que desde Poe a Fredric Brown, pasando por Conan Doyle, el escritor de un género esté siempre relacionado en algún modo con el otro” (pg. 29). Asimismo recuerda que “en lo que se refiere a la aparición de los escritores serios, no se me ocurre más que constatar que si en 1930, para escribir ciencia ficción hacía falta ser un chalado, incapaz de cualquier otra cosa, en 1940, por el contrario, uno podía considerarse un joven normal que estrenaba una carrera, en el sentido de que se pertenecía a una generación nacida cuando la ciencia ficción no existía” (pg. 43). Y, más adelante, se atreve a aludir a “un papel suplementario de la ciencia ficción en cuanto género literario: el papel de forum, cuando no de podium, en el que pueden confrontarse las diferentes opiniones acerca de lo que sucedería, caso de sobrevenir el hundimiento de nuestro sistema social. El autor que quisiese dar su opinión al respecto no podría recurrir a otro género que no fuese la ciencia ficción; poco adelantaría trasladándose a la época de la Peste Negra o a algún pueblo maldito del Oriente Medio. Este género de preocupaciones, repito, no es índice de ninguna cualidad moral o literaria superior, pero no me parece que ambas cosas sean independientes” (pg. 127). En efecto, la llamada “ciencia ficción” (un nombre ahora obsoleto, y más válido para el subgénero de superhéroes, paradigmáticamente para Los cuatro fantásticos, puesto que acentúa el poder taumatúrgico, mágico, de la ciencia), o literatura de anticipación, vive en la constante ambición de sobrepasar el ámbito de la “experiencia posible”, que describe la filosofía, para soñar las experiencias-aún-por-hacer, de tal manera que define al hombre y al universo por lo que será, y no por lo que es o lo que fue. Tal vez por eso es un género exclusivamente occidental, nacido de la ideología del progreso indefinido pero que rápidamente ha girado hacia la crítica de éste –postulando un progreso en negativo, donde en muchos casos la tecnología deriva en opresión y miseria. Cuando esta literatura es capaz, no de prolongar el presente vaticinando su previsible porvenir, sino de imaginar un futuro enteramente distinto del mundo tal y como lo conocemos, entonces realiza una tarea no pequeña para el arte: contrastar nuestros prejuicios con los de otro mundo totalmente otro del que habitamos,  de modo que comprobemos, como en una suerte de experimento mental, qué constantes de la existencia conocida resisten la prueba y cuales no, si es que permanece alguna. De ahí que también Amis afirme que“pese a todo lo que se ha dicho sobre el asunto, el papel de la ciencia ficción como fuerza educativa está todavía gravemente subestimado” (pg. 93). Sería este un papel intempestivo en el lenguaje de Nieztsche, en el sentido de lo que esta “fuera de” el tiempo presente como a lo que esta “más allá de” e incluso “contra” el tiempo presente, siendo este “tiempo presente” precisamente el único sobre el que la crítica intempestiva debe y puede aplicarse, es decir: la «inactualidad» -que es otra de las traducciones, menos afortunada quizás, del vocablo usado por Nietzsche-, no aboga por ninguna utopía pasada o futura, sino que representa un punto de vista diferente y tranversal sobre este mismo presente.

 

[xxi] Aunque hemos empezado con una, apenas hemos hablado aquí de la relevancia de las mujeres para la novela, que la tuvieron en muchísima medida como Hobsbawn subraya que sucedió en todos los ámbitos en la era del imperio. Gertrude Stein dijo que las diferencias entre las escritoras del siglo XIX y las del XX residían en que las primeras sólo sabían hablar de sí mismas, mientras que las segundas habían aprendido definitivamente a hablar sobre otras cosas. Por su parte, Monica Monteys escribe que “la onda expansiva que las teorías freudianas han producido en la literatura moderna ha dado como resultado historias comprimidas y extraviadas en las que ya sólo pueden reflejarse seres suspendidos y agotados, personajes que no sólo crecen y se forman en el ámbito del pensamiento literario de su tiempo, sino que se desarrollan, sobre todo, en el terreno de lo prohibido y lo secreto. Han tenido que transgredir para poder reconocerse, por fin, en ese espacio que antes les estaba negado. Son criaturas errabundas, sesgadas, cuyos fragmentos palpitan en los otros y se contraen en las conciencias ajenas, seres resquebrajados que, como la señora Dalloway, Lolita o Molly Bloom, deambulan por realidades escindidas en busca de un sentido que justifique sus vidas. A diferencia de las heroínas del siglo XIX, las del XX han instalado el saber en su interioridad y han aprendido a descifrarlo, lo que significa que éste ha dejado de ser sólo causa de sufrimiento para convertirse en un medio para intervenir. En la modernidad, ya no hay personajes literarios capaces de vivir grandes pasiones, sino una oscilante superficie en donde confluyen percepciones, estados de ánimo y representaciones psíquicas. Sin duda, es ésta una de las principales aportaciones de la novela moderna a la literatura de nuestro tiempo” (Heroínas de ficción, VVAA, pg. 231). Y, en el mismo volumen colectivo, añade algo significativo para nosotros los lectores contemporáneos, que nada nos impide detenernos en la función puramente receptiva: “Isaac Dinesen dijo en una ocasión que cualquier pena puede soportarse si se mete en una historia o si se cuenta una historia acerca de ella. Ellen Olenska -de La edad de la inocencia de Edith Warthon- soportó su pena porque fue capaz de contarse su propia historia sólo a sí misma”.

 

[xxii] Apenas hemos hablado del gigantesco fenómeno de la literatura de la descolonización, que estalló tras la segunda guerra mundial en todo el globo no sin abundantes galardones que atestiguan hasta hoy su mérito tanto como la conveniencia política de otorgarlos. O de la novela gráfica, que en los ´80 ha querido desplazar en EEUU el álbum europeo en el mundillo –fandom– del comic, con no pequeños logros. Queden para otra ocasión estas modalidades de narración que exceden el estudio de las eras investigadas por Hobsbawn.  

 

[xxiii] Frederick W. Taylor intentó eliminar por completo los movimientos innecesarios de los obreros con el deseo de aprovechar al máximo el potencial productivo de la industria. A este método se lo llamó “organización científica del trabajo”, y hoy lo conocemos como taylorismo, previo al fordismo de Henry Ford. El sistema de Taylor bajó los costos de producción porque se tenían que pagar menos salarios; las empresas incluso llegaron a pagar menos dinero por cada pieza para que los obreros se diesen más prisa. Para que este sistema funcionase correctamente, era imprescindible que los trabajadores estuvieran supervisados, y con este fin surgió un grupo especial de empleados que se encargaba de la supervisión, organización y dirección del trabajo. Su obsesión por el tiempo productivo lo llevó a trabajar el concepto de cronómetro en el proceso productivo, idea que superaría a la de taller, propia de la primera fase de la Revolución Industrial.

 

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