«Se había caído y roto en mitad de la calle una gran barrica de vino. Ocurrió el percance al descargarla del carro: la barrica rodó y se vino al suelo, estallaron los aros y se rompió como una cáscara de nuez sobre las piedras, delante de la puerta de la taberna.
Todos cuantos se encontraban a distancia conveniente interrumpieron su trabajo, o su holganza, para correr al lugar del suceso y beberse el vino. Se habían formado pequeños charcos entre las piedras de la calle, esquinadas e irregulares, con puntas en toda direcciones, muy bien dispuestas como para dejar lisiado a cuanto ser viviente se pusiese en contacto con ellas; cada charco, según su contenido, se vio rodeado de un grupo o de una muchedumbre de personas que se empujaban. Algunos hombres se habían arrodillado y con las manos juntas, en forma de cuenco, bebían a sorbos o daban de beber a las mujeres que se inclinaban por encima de sus hombros, hasta que se les escurría el vino por entre los dedos. Otros, hombres y mujeres, llenaban sus pequeños jarros y hasta empapaban en ellos los pañuelos de las «mujeres, que luego retorcían hasta dejados secos sobre la boca de los niños; otros más levantaban pequeños parapetos de barro para detener el vino que corría; algunos, orientados por los mirones que contemplaban el espectáculo desde las ventanas, corrían de un lado para otro, a fin de cortar los pequeños arroyos de vino que rompían en nuevas direcciones; otros se dedicaban a las duelas empapadas del casco y lamían las escurriduras y hasta mordían los fragmentos, húmedos de vino, con ansia glotona. No había desagüe por donde se escapase el líquido, y no sólo se agotó por completo, sino que con el vino desapareció una buena cantidad de barro, como si hubiese pasado un chirrionero por la calle, si es que alguno de los allí presentes conocía que era eso y era capaz de creer en su milagrosa presencia.
Mientras duró el vino resonó la calle con agudas risas y voces divertidas, voces de hombres, de mujeres y de niños. Aquel deporte tuvo poco de riña y mucho de juego. Reinó una especial camaradería, una marcada inclinación de cuantos en él tomaron parte a juntarse con alguna otra persona, que trajo como consecuencia, especialmente entre los más afortunados, o más alegres, el abrazarse con frenesí, el brindar unos por otros, el darse apretones de manos y hasta el formar corro y bailar una docena de ellos agarrados de las manos. Cuando se acabó el vino, quedaron los lugares en que habían formado mayores balsas marcados por los dedos como dibujos de parrillas, y cesaron las demostraciones tan rápidamente como habían empezado. El hombre que había dejado la sierra en la hendidura del trozo de madera que estaba cortando para el fuego, la puso de nuevo en movimiento; la mujer que había abandonado en el escalón de la puerta de la calle el pequeño cacharro que contenía un rescoldo con el que aliviaba el dolor de los descarnados dedos de sus manos y de sus pies, o de los de su hijo, volvía a ocupar su sitio; hombres que habían salido a la luz del día invernal desde las bodegas, con los brazos desnudos, el pelo desgreñado y las caras cadavéricas, se alejaban para volver a bajar a los subterráneos; y sobre toda la escena se cernía una tristeza que le sentaba mejor que la luz del sol.
El vino era tinto y había dejado su mancha en el suelo de la estrecha calle del barrio de Saint-Antoine, en París, donde se había derramado. También había manchado muchas manos y caras, muchos pies descalzos y zuecos de madera. Las manos del hombre que aserraba leña dejaron manchas rojas en los tarugos; la frente de la mujer que amamantaba a su hijo tenía la mancha del trapo que había vuelto a anudarse en la cabeza. Los que habían lamido las duelas de la barrica tenían manchas atigradas junto a las comisuras de la boca, y un bromista de elevada estatura, que lucía un escuálido gorro de dormir que sólo le cubría una mínima parte de la cabeza, iba tan pringado, que con el dedo, que aún tenía mojado en barro y heces, garabateó en la pared esta palabra: SANGRE.
Llegarían tiempos en que también ese vino sería vertido sobre las piedras de la calle y muchos de los allí presentes quedarían salpicados con su mancha roja».
Charles Dickens, Historia de dos ciudades, El País, págs. 42-44
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