El Romanticismo según Hobsbawm

«Aunque no esté claro lo que el romanticismo quería, sí lo está lo que combatía: el término medio. Todo su contenido era un credo extremista. Los artístas y pensadores románticos en su más estricto sentido se encuentran en la extrema izquierda, como el poeta Shelley, o en la extrema derecha como Chateaubriand o Novalis, saltando de la izquierda a la derecha como Wordsworth, Coleridge y numerosos partidarios desilusionados de la Revolución francesa, saltando de la monarquía a la extrema izquierda, como Victor Hugo, pero rarísima vez entre los moderados o liberales del centro racionalista, que eran los files mantenedores del «clacisismo»» (Eric Hobsbawm La era de la revolución. Editorial Crítica. Barcelona 2003, págs. 263).

«Nunca hubo un período para los jóvenes artístas, vivos o muertos, como el romántico: las Baladas líricas (1798) eran obra de hombres de veinte años; Byron se hizo famoso de la noche a la mañana a los veinticuatro, edad en la que Shelley ya era célebre y Keats estaba al borde del sepulcro. La carrera poética de Victor Hugo empezó cuando tenía veinte años y la de Musset a los veintitres. Schubert escribió El rey de los elfos a los dieciocho y murió a los treinta y uno, Delacroix pintó La matanza de Quíos a los veinticinco y Petoefi publicó sus poemas a los veintiuno. Llegar a los teinta años sin haber alcanzado la gloria y producido una obra maestra era raro entre los románticos. La juventud -especialmente la intelectual o estudiantil- era su habitat natural. En aquel período fue cuando el Barrio Latino de París volvía a ser, por primera vez desde la Edad Media, no sólo el sitio donde se alzaba la Sorbona sino un concepto cultural y político. El contraste entre un mundo teóricamente abierto de par en par al talento y en la práctica monopolizado con cósmica injusticia, por los burócratas sin alma y los filisteos barrigudos, clamaba al cielo. Las sombras de la casa-prisión —matrimonio, carrera respetable, absorción por el filisteísmo—  los rodeaban, y las aves nocturnas en foma de sus mayores les auguraban (muchas veces con seguridad) su inevitable sentencia, (…)» (Eric Hobsbawm La era de la revolución. Editorial Crítica. Barcelona 2003, págs. 264).

«El problema real para el artísta era o separarse de una función tradicional para entregar su alma como una mercancía en un mercado ciego, para ser vendida o no, o trabajar dentro de un sistema de patronazgo que, por lo general, habría sido económicamente insostenible aun cuando la Revolución francesa no hubiera establecido su indignidad humana. Por eso el artísta permanecía solitario, gritando en la noche, inseguro incluso de encontrar un eco. Era, pues, natural que se conciderase un genio, que crease únicamente lo que llevaba dentro, sin consideración al mundo y como desafío a un público cuyo único derecho con respecto a él era aceptarle tal cual era o rechazarlo de plano. En el mejor de los casos esperaba ser comprendido, como Stendhal, por unos cuantos elegidos o por una indefinida posteridad; en el peor, escribía dramas irrepresentables, como los de Grabbe o la segunda parte del Fausto de Goethe, o composiciones para orquestas gigantescas e inverosímiles como Berlioz; algunos se volvían locos como Hölderlin, Grabbe, Gérard de Nerval, etc. A veces, aquellos genios incomprendidos eran recompensados con esplendidez por príncipes habituados a los caprichos de sus amantes o al derroche para adquirir prestigio, o por una burguesía enriqueriza, ávida de entablar contacto con las cosas más altas de la vida. Franz Liszt (1811-1886) jamás pasó hambre en la proverbial buhardilla romántica. Pocos llegarían a ver realizadas sus fantasías megalómanas como Richard Wagner. Sin embargo, entre las revoluciones de 1789 y 1848 los príncipes eran bastante suspicaces respecto a las artes no operísticas y la burguesía se ocupaba más de acumular dinero que de derrocharlo. Por lo cual los genios no sólo eran incomprendidos en general, sino pobres. Y la mayor parte de ellos, revolucionarios» (Eric Hobsbawm La era de la revolución. Editorial Crítica. Barcelona 2003, pág. 265).

Deja un comentario